Otra
temporada más a la mochila, otro embarazo de algo más de nueve
meses que engendró frutos desiguales. El pasado domingo, con motivo
de la celebración del campeonato interprovincial de centros del Programa Regional de Detección de la Federación de Castilla y León,
culminé empapado en el sudor que me provocó un emocionante final,
otro año al borde de las pistas y cerca, muy cerca, de la realidad
de la infancia y la adolescencia, un panorama complejo y en ocasiones
difícil.
Ser
un niño, antes, era mucho más fácil. Todo lo que había que
gestionar era una exigua propina y una agenda de eventos bastante
simple (partido de fútbol hoy, partida de canicas mañana,...), y
todo lo que había que conservar era la fidelidad de los camaradas,
esos amigos que algunos aún podemos presumir de mantener. Ahora el
niño navega por las procelosas aguas de un río a merced de una
corriente que baja demasiado deprisa y no siempre amarrado con los
preceptivos arneses.
Y es
que aun teniendo la suerte de haber coincidido con un grupo de padres
fantásticos, tanto en el infantil masculino del Club Baloncesto
Santa Marta como en la selección alevín femenina de Salamanca, he
podido observar esa carrera en la que se hallan inmersos muchos de
ellos por convertir a su hijo en un competidor apto para sobrevivir
en el mundo globalizado que les espera. Y nadie les culpa, quién no
lo haría en su lugar. Precisamente ahí es cuando entramos nosotros,
los entrenadores, igual de ambiciosos a la hora de crear un proyecto
competitivo, igual de enfocados hacia el éxito, sea cual sea este en
función del potencial de cada grupo. Es nuestra obligación hacer de
cada sesión una obra maestra y exigir el cien por cien de cada uno;
lograr que el jugador disfrute acabando exhausto física y
mentalmente, satisfecho de haberlo dado todo. Estoy convencido de
ello, sí, hay que sufrir en los entrenamientos y disfrutar en los
partidos. De lo contrario esto no sería divertido y solo quedaría
el abandono, pero no debemos olvidar que hay que conjugar la faceta
deportiva con la humana pues solo un porcentaje mínimo de ellos
terminará jugando a un baloncesto de cierto nivel competitivo,
mientras que todos ellos crecerán y se convertirán en ciudadanos
llamados a formar familias y comunidades, a hacer del mundo un lugar
un poco más habitable y generoso.
De
ahí que el resultado muestre solo una pequeña parte de lo
conseguido, ocultando detrás de los tonos rojos de los led otros
mecanismos de evaluación de una temporada, mecanismos que bien
podrían pasar por el grado de cohesión del grupo, por el
crecimiento y maduración personal de los jugadores, por sus mejoras
individuales o por sus niveles de motivación de cara a trabajar en
verano y prepararse para ser mejores el próximo año.
Trabajar
en verano, sí, aunque suene a broma pesada, es la clave de todo
jugador que quiera aspirar a alcanzar el máximo de su potencial, del
mismo modo que nos sucede a los técnicos. En este proceso de
formación continua, el verano, por su propia condición, se erige en
la época idónea para revisar ideas, conceptos y metodologías y a
ello me pondré tras esta semana de respiro. Allá en mi frente un
nuevo reto en el C.B. Tormes, club referente en el ámbito masculino
a escala regional y lugar de trabajo de numerosos entrenadores de
prestigio de los que poder seguir aprendiendo.
Aprendiendo
como lo he hecho en mi periplo de cuatro años, aunque interrumpido
por motivos personales, en Santa Marta, club que queda en buenas
manos y encaminado a convertirse, también él, en una referencia de
excelencia dentro de la región, principalmente en el campo femenino.
Allí dejo a grandes profesionales y amigos a los que cito ya para
tomar un café y hablar de esta pasión que nos une y que no es otra
que el baloncesto de formación; la educación, en definitiva, a
través de una pelota y dos aros.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
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