Hace
pocos días, leyendo el libro Si Beethoven pudiera escucharme
de Ramón Gener me crucé, en el capítulo dedicado a la curiosidad,
con este cuento de Helen Buckley; entiendo, aunque desconozco el
dato, que se trata de un referente en la formación de todo futuro
maestro, pero yo, en mi ignorancia, carecía de referencias.
Descubriendo su contenido, me pareció tan actual y tan aplicable a
nuestra dura realidad como sociedad, que no he tenido más remedio
que servirme de él para ilustrar este post. Aunque nos duela.
Había
una vez un niño pequeño que fue a la escuela. Era muy pequeño y la
escuela era muy grande. Pero cuando descubrió que podía ir a su
clase con solo abrir la puerta que tenía delante, se sintió feliz y
la escuela ya no le pareció tan grande.
Una
mañana, cuando el niño estaba en la escuela, la maestra le dijo:
“Hoy haremos un dibujo”. “Qué bien”, pensó el niño. A él
le gustaba mucho dibujar. Podía dibujar muchas cosas: leones y
tigres, vacas, gallinas, trenes y barcos. Sacó la caja de colores y
empezó a pintar.
Entonces
la maestra dijo: “Esperad, aún no es hora de empezar”. Y
esperaron a que todos estuvieran a punto. “muy bien. Ahora
dibujaremos flores”. “Qué bien”, pensó el niño. Le gustaba
mucho dibujar flores y empezó a dibujar flores preciosas con todos
sus colores.
Entonces
la maestra dijo: “Esperad, yo os enseñaré”, y dibujó una flor
roja con el tallo verde. El niño miró la flor de la maestra y luego
miró la suya. A él le gustaba más la suya, pero no dijo nada y
empezó a dibujar una flor roja con un tallo verde igual que la que
había dibujado la maestra.
Otro
día, cuando el niño estaba en clase, la maestra dijo: “Hoy
trabajaremos con barro”. “Qué bien”, pensó el niño. Le
gustaba mucho el barro. Podía hacer muchas cosas con el barro:
serpientes y elefantes, ratones y muñecas, camiones y coches. Así
que empezó a estirar su bola de barro.
Entonces
la maestra dijo: “Esperad, aún no es momento de empezar”. Y
esperaron a que todos estuvieran a punto. “Muy bien. Ahora haremos
un plato”. “Qué bien”, pensó el niño. Le gustaba mucho hacer
platos de barro y empezó a construir platos de diversas formas y
medidas.
Entonces
la maestra dijo: “Esperad, yo os enseñaré”, y ella mostró a
todos los niños cómo hacer un plato hondo de barro. “Aquí lo
tenéis” –dijo la maestra– y después miró el suyo. Le gustaba
más el suyo, pero no dijo nada y empezó a hacer un plato hondo
igual que el que había hecho su maestra.
Muy
pronto, el niño aprendió a esperar y a mirar, a hacer las cosas
igual que las hacía su maestra y dejó de hacer las cosas que
surgían de sus propias ideas.
Un
día ocurrió que la familia del niño se fue a vivir a otra casa y
el niño cambió de escuela. El primer día de clase, la maestra
dijo: “Hoy haremos un dibujo”. “Qué bien”, pensó el niño,
y esperó a que la maestra le dijera cómo lo tenía que hacer.
Pero
la maestra no dijo nada solo caminaba y miraba. Cuando llegó a donde
estaba el niño, le dijo. “¿No quieres empezar tu dibujo?” “Sí”,
dijo el niño. “¿Qué tengo que dibujar?” “No lo sé”, dijo
la maestra, “tú mismo.” “¿Y cómo tengo que hacerlo? “Como
tú quieras”, contestó la maestra. “¿Y puedo pintar con
cualquier color?” “Sí, claro. Si todos pintaseis el mismo dibujo
con los mismos colores, ¿cómo podría saber quién ha hecho cada
dibujo?” “No lo sé”, dijo el niño, y empezó a pintar una
rosa roja con un tallo verde.
Probablemente lo mejor sería dejar el post como está, con las
preguntas flotando en el aire y con ese dolor de sienes que nos
provoca la ardua tarea de la reflexión, más aun cuando esta nos
sitúa ante el espejo y nos disgusta lo que vemos. Ahora bien, ¿es
el contenido del cuento aplicable a la enseñanza del baloncesto o
sus efectos quedan acotados al mundo del arte y la creación? ¿Hasta
qué punto el fomento de la creatividad puede ir en contra de la
enseñanza de los fundamentos que nos parecen básicos en todo buen
jugador? Estoy seguro de que la primera profesora le habría invitado
a Navarro a repetir una y otra vez el tiro en suspensión para
hacerlo más rápido y hubiera borrado de su mente ese lanzamiento en
“bomba” tan heterodoxo. Navarro inventó su bomba para poder
acceder a un aro que los jugadores más grandes que él querían que
permaneciera sellado. Para nuestra fortuna, su invento permaneció
porque un entrenador, al menos, no le llamó loco ni le obligó a
hacerlo como se venía haciendo toda la vida. ¿Debemos dar un paso
atrás y dejar que el jugador invente o debemos ser canónicos en la
enseñanza de los fundamentos poniendo por encima de la capacidad de
invención, los movimientos que antes los balcánicos y soviéticos
entrenaban por intuición y que ahora vienen respaldados, o
matizados, por la biomecánica, a riesgo de que todos los jugadores
sean iguales? Ya, ya lo sé, equilibrio y un poco de todo. Eso está
claro, pero también es necesario el debate. Así que anímense y
repartan juego.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
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