Me
hice mayor. Me fui acostando cada noche un poquito más tarde
robándole décimas, segundos, minutos, incluso, a los sueños. Y fui
arrinconando en beneficio de mi reputación aquel entusiasmo juvenil
como encarcelé en cajones que ya no existen a mis cromos, a mis
canicas, a mis chapas, a mis muñecos. Y escribí cartas que nunca
entregué. Y recité declaraciones de amor frente al espejo que nunca
más pronunciaría. Y callé; callé, sí, tras comprender que
hacerse mayor es ir renunciando poco a poco a nuestro verdadero ser,
ese que jugaba despreocupado con una pelota y regresaba al hogar
envuelto en barro, encajando con una sonrisa el azote y la justa
reprimenda de una madre.
Pero
nos queda Curry, sí, Don Stephen, ese niño de veintisiete años que
sigue jugueteando con la pelota mientras sus pies corretean de un
lado a otro sin detenerse demasiado en ningún lugar concreto. Su
juego es un aluvión de curiosidad, la máxima expresión del deseo
del ser humano por explorar sus propios límites. El base de Golden
State Warriors, equipo finalista de la NBA, es al baloncesto lo que
Messi al fútbol con la gran diferencia de que la canasta, aunque eso
a él no le importe demasiado, se encuentra a 3.05 metros de altura.
Porque eso da igual cuando armas el tiro en menos de cinco décimas
de segundo, cuando en una baldosa eres capaz de levantar un muro de
contención frente a tu defensor o cuando tienes la habilidad de un
bailarín del Bolshoi para desplazarte con el balón cambiando
direcciones y sorteando obstáculos.
El
MVP de la temporada afronta el gran reto de conducir a la franquicia
de la Bahía de San Francisco a un nuevo anillo después de cuarenta
años de una feroz sequía. No lo tendrá fácil; frente a ellos el
Mosad, personificado en la figura de David Blatt, un amplio número
de francotiradores, (JR Smith, Iman Shumpert, Matthew Dellavedova)
infantería pesada (Tristan Thompson y Timofey Mozgov) y el arma de
guerra más perfeccionada de la historia del baloncesto: Lebron
James. La burocracia del estado de Ohio jugará todas las bazas
posibles para que el título aterrice por primera vez en la ciudad de
Cleveland, pero ellos sí que no lo tendrán fácil.
Steve
Kerr, el entrenador de los Warriors, ha llamado a Klay Thompson y
ambos han pasado a recoger a Draymond Green, que ya había quedado
con Andrew Bogut y Harrison Barnes. Los cinco, juntos, se habían citado con el resto de la pandilla a las siete de la tarde en el
parque. Efectivamente, a esa hora todos estaban allí. Bueno, todos
no, una figura se les acercaba a contraluz botando una pelota. El
reflejo del sol solo les permitía distinguir una sonrisa, aunque con
eso fue suficiente. “Sí, es Stephen, ya estamos todos, ¡a jugar!”
Y
cuando los Warriors juegan sus rivales tiemblan. Perseguir la pelota
no es divertido. Ver a Stephen Curry en directo, vestido con otra
camiseta, tampoco. Porque es una insolencia jugar en un mundo de
adultos. Porque el descaro y el desparpajo son características que
solo deberían poder aplicársele a chicos de no más de doce años.
Porque a veces, sufriendo a Stephen Curry, solo queda citar a Serrat
y cantar aquello de “niño, deja de joder ya con la
pelota”.
UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS