Buenas
noches, estaba pensando que debería estar estudiando. Eso creen que
estoy haciendo los que piensan que me quieren, eso me dicta la
conciencia, el ser racional, la res cogitans. Les pido perdón y
prosigo. Prosigo porque creo que tengo algo que contarles, algo que
he sacado a rastras de la butaca del cine del que acabo de regresar.
Les
cuento, a pesar de los impulsos que me invitan a cerrar esta ventana
y recuperar la de los apuntes de Historia Antigua, que termino de ver
Wiplash, una obra escrita y dirigida por Damien Chazelle y en la que
J.K. Simmons borda el ingrato papel de insensible tutor de un joven
aprendiz de batería de vocación desbordante. La ambición
desmesurada del novato encontrará el molde perfecto en el rigor
(sadismo, si lo prefieren) de su profesor, el director de la escuela
de música en la que espera encontrar la catapulta ideal para el
despegue de su carrera. En la pantalla, sangre, sudor y lágrima, tal
cual, como lo leen, en singular. También las cabriolas del azar, las
idas y vueltas del destino. Pero sobre todo pasión.
Porque
es en la pasión, en el amor compartido por el jazz donde se cruzan
los caminos de maestro y aprendiz, las tortuosas sendas que cada uno
de ellos debe abordar por separado y que colisionan de manera
apoteósica en determinados momentos de la película. Pero cómo
seguir hablando de pasión si no alcanzamos a recordar el preciso
momento de nuestra infancia en el que nos dejó de interesar mirar al
horizonte, deslumbrar a nuestros padres o conquistar la sonrisa de la
chica de los columpios. Podría ponerme trágico y poético, pero
prefiero no perder el sentido de la realidad para hablar de la crisis
de las vocaciones.
“No
he tenido a ningún Charlie Parker, pero lo he intentado todo para
sacar un Charlie Parker”, le asegura una noche el recio profesor a
su alumno. El problema para muchos maestros, enseñantes de oficios
variados, es que ya nadie aspira, siquiera, a ser Charlie Parker. No es
que no quieran pasar por los sacrificios que ello conlleva o tener
que afrontar vidas que, como en el caso de muchos genios como el
propio “Birdman”, se tornan miserables. Es que no quieren serlo.
Ni siquiera se atreven a pronunciarlo por si lo toman por imbécil o
le llevan al psicólogo. Ya nadie quiere ser Michael Jordan.
Por
qué soportar tal cantidad de sacrificios, por qué renunciar a las
horas muertas de sofá, a las cantinelas de los amigos o a la
apacible mediocridad. En una sociedad plagada de arribistas en la que
la ignorancia es bienvenida por su intrínseca gracia (maldita la) se
echa de menos la figura del padre volcado hacia la felicidad de sus
hijos (la equivocan a menudo con la comodidad y las zapatillas de
marca) o la de ese profesor capaz de sacrificar una hora de lectura
del libro de texto para sacar a sus alumnos al campo o al museo.
Decir que asistimos, pasivamente, a una crisis de vocaciones sería
autocomplaciente. Todos somos sujetos agentes cuando pronunciamos
discursos de manual sobre la vida e impregnamos de miedos y
pragmatismo la atmósfera en la que desarrollan sus juegos los niños.
Añadan
esto a la lista de dilemas del entrenador de baloncesto y propongan
este debate para charlas y simposios. ¿O es que acaso es más
importante hablar de la inyección de dinero del Banco Central
Europeo? Mejor no me respondan, que ya sé que debería estar
estudiando. Pero si no lo hace nadie más déjenme que lance las
siguientes preguntas: ¿Cuánta pasión debe ponerle un entrenador de
baloncesto de cantera a sus sesiones? ¿Debe adaptar esta cantidad a
su afán obsesivo por buscar la siempre escurridiza perfección o, al
contrario, ajustarla al nivel de pasatiempo o hobby con que se toma
el 90 por ciento de los jugadores su actividad? ¿Es la firma de una
ficha de categoría autonómica la expresión de una especie de
consentimiento a sufrir desprecios, ataques de ira o arrebatos
furibundos de un entrenador obsesionado con el trabajo y la mejora de
sus jugadores? ¿Dónde está el límite? Y si nos percatamos de la
presencia de un jugador bendecido por un talento innato para jugar,
¿debemos procurarle, por todos los medios, al aficionado su
presencia en el baloncesto profesional, aunque él nos confiese que hace
tiempo que dejó de ocupar un puesto de honor entre su lista de
prioridades?
Llegué
del cine y me encontré con mi padre. Sus tres oraciones fueron: "¿Qué
tal está tu hermano?" "Tienes pan en el cajón de abajo". "Ya está
puesto el lavavajillas". Supe que tenía que cenar rápido y ponerme a
estudiar. Pero me puse a escribir.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
1 comentarios:
Buena entrada y reflexiones, como casi siempre JJ!!
Por mi parte diré que el perfeccionismo nunca está de más, la cuestión es cómo trabajarlo sin que se convierta en una obsesión que te impida vivir.
Me conoces y sabes que soy perfeccionista en casi todo lo que hago, no soporto la chapuza ni el pasotismo. Pero hay que tomarse las cosas con filosofía, pues no todo el mundo tiene los mismos valores, metas y aspiraciones.
Ya más de uno me lo dejó claro en el camino: "No puedes esperar que los demás den lo que tú das, pues nuestro compromiso está acordado en X y no en XXX".
Aún así siempre intento encontrar la forma para llegar a un término XX que pueda satisfacer a ambas partes. De modo que creo que la opción es que tú busques el máximo en tú interior e intentes sacar hasta donde puedas de tus jugadores o propósitos, pues cada persona llega solo hasta donde quiere, y tú solo puedes ofrecerles la opción de acompañarles o ayudarles hasta donde puedas, pero no puedes elegir por ellos. Eso solo te llevaría a una permanente frustración.
Te aseguro que este lado del camino es el más duro, decepcionante y desagradecido, pero pese a la estadística, ese bajo porcentaje que decida atender a la llamada, compensará lo suficiente como para darte fuerzas para seguir en tu empeño.
Y puede, quien sabe, que incluso alguien te lo agradezca.
Pocos tienen el privilegio de atender a sus vocaciones, y menos aún vivir de ellas, de modo que lo mejor será buscar un balance que nos permita disfrutar de la vida pues es corta e injusta.
Abrazos
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