Estoy
convencido de que el mejor homenaje a la figura de Joe Cocker, la
mejor voz negra de Sheffield, Reino Unido, se lo dieron los San
Antonio Spurs durante la pasada primavera al reproducir sobre la
cancha, con el silencio de una afición asombrada como único
acompañamiento, la letra de alguno de sus temas inmortales (propios
o versiones). Los de Popovich desnudaron a sus rivales permitiéndoles
permanecer únicamente con el sombrero puesto. Al hacerlo
desencadenaron nuestros corazones y los elevaron allá arriba, al
cielo, al lugar donde pertenecen. Aquel anillo fue el preludio de la
llegada del verano a la ciudad y ni siquiera el calor nos privó de
bailar toda la noche. Eres tan bonita, le dijimos a nuestra chica
mientras pensábamos en esa circulación de pelota ajena a la
gravedad y a las manos de los rivales. Y sí, los chicos de la
pandilla nos sonreímos pues lo consiguieron, simplemente, con un poco de ayuda
de sus amigos. Como nosotros, en aquellos maravillosos años.
Ver
a San Antonio disputándole las finales al Big Three de Miami ha sido
el mejor regalo del año que ya expira. Los más viejos del lugar, de
aquí a unas cuantas décadas, seguiremos recitando de memoria, si
esta no nos falla, el quinteto y las incorporaciones desde el
banquillo. Veneraremos a un tal Gregg Popovich,
aunque en medio de no sé qué nueva oleada de aparatos electrónicos,
nos será difícil explicar sus cualidades. En pleno proceso
acelerado de deshumanización, Popovich, sin mirar para otro lado
ante el conflicto o la desobediencia, conquistó a su plantilla
siendo esencialmente humano y compasivo, hombre en el sentido más
amplio y admirable de la palabra.
Hablaremos
también, si por entonces todavía se habla, de Tim Duncan y de su
particular forma de liderar. El de Islas Vírgenes creció dando
brazadas en una piscina, respirando bajo el agua, callando y
trabajando. Haciendo del sonido del silencio una enseñanza, gracias
a su disciplina y a su enorme talento, se ha hecho merecedor del
título no oficial de jugador más determinante del siglo XXI.
¿Quién
era el base de ese equipo? Tony Parker, diremos. Y sonreiremos. El
francés, sin ningún atributo físico que lo pudiera diferenciar de
un ser corriente, será recordado por su facilidad para plantarse
debajo del aro y asistir en situaciones imposibles. Llegó a la liga
siendo un mago rebelde y terminó, gracias a su carácter humilde,
siendo, sencillamente, un líder.
Un
líder ya lo era Manu Ginobili. El Maradona del fútbol en su
Argentina natal llegó del extremo sur del mundo para hacer, a la
inversa, el viaje que tantos italianos emprendieron para sobrevivir. Triunfó en Bolonia y llegó viejo a la NBA. Porque
Manu siempre ha parecido viejo, tan viejo al menos como el
baloncesto, porque díganme, si no, si no se les ha ocurrido pensar
que mientras Naismith escribía el reglamento, Manudo redactaba, en
paralelo, todos sus trucos.
Y
bueno, aún no sé qué diremos de Leonard, Green, Joseph, Mills,
Splitter o tantos otros. Sí que fueron imprescindibles en aquella
primavera de 2014 a la que algún genio como Cocker, dado que él ya
no puede, debería dedicarle unos versos. Imprescindibles en cuanto
que miembros de una pandilla, de un grupo de colegas que un día cualquiera se imaginó a sí mismo asombrando al mundo jugando al baloncesto y trabajó duramente para ello.
Este
es mi regalo, estimado lector, para estas navidades. Unas cuantas
lecciones de basket y otras tantas de vida. Una sonrisa obligada ante
tanta penuria en las calles y tanto vacío en los corazones. No, nunca me olvido de que no lo pudieron hacer sin un poco de ayuda de
sus amigos. Muchas gracias por estar ahí.
FELIZ
NAVIDAD Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
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