Empezaron
los playoffs y casi no me doy ni cuenta. Las fechas antes señaladas
ahora pasan desapercibidas entre asuntos de una u otra prioridad. El
deporte televisado, que bien da de comer a quienes lo protagonizan,
no hace más que menguar capitales, tiempo y relaciones de pareja
entre quienes lo disfrutamos en la sombra. Ni siquiera twitter ha
convertido en social una actividad tan onanística como ver NBA.
Porque el fútbol, por los horarios en que se emite y por las
pasiones compartidas a las que da lugar (con cada vez mayor
seguimiento femenino), sí puede presumir de una componente social
más o menos exacerbada. Pero créanme, es difícil reunir a la
pandilla de amigos o convencer a tu pareja para ver un partido a
altas horas de la madrugada. Aunque sea de playoffs.
Toda
una pérdida. Hay pocas escuelas de vida que muestren de manera tan
clara y cruda la naturaleza humana como lo hace un partido de
playoffs. Anoche mismo se comprobó, aunque haya tenido que esperar a
hoy para conocerlo. Los Hawks dieron la campanada ante unos Pacers
que, o se miran al espejo y se aplican crema correctora, o
languidecerán a lo largo de esta primavera hasta caer tarde o
temprano dejando vacante una plaza en la final que por plantilla y
justicia habrían merecido. Creo que ha llegado el momento de que
Larry Bird se dirija al vestuario de sus Pacers, construidos con buen
gusto y afinado criterio, para compartir con ellos alguno de los
secretos que convierten a los buenos equipos en equipos campeones.
Perdieron
también los Clippers, con una discutible gestión desde el banquillo
y con dos fallos decisivos en los tiros libres de Chris Paul. Al
pequeño base jugón se le apagó la luz en el momento culminante. Lo
mismo le sucedió a Curry, pero éste contó con mayor colaboración
por parte de los compañeros. Destacaron Draymond Green y Harrison
Barnes. El primero, por hacer lo que lleva haciendo desde que nació:
ser un profesional. El segundo, por hacer lo que muchos pensamos que
puede llegar a hacer y aún no ha hecho: anotar bajo presión y ser
un referente dentro de la liga.
Vencieron
los Thunder a unos Grizzlies que juegan a ritmo de “Último Cuplé”,
o si no al ritmo, sí, al menos, al mismo baloncesto que se
practicaba cuando Sara Montiel era joven. Los Thunder no me
convencen, son previsibles y están cogidos con alfileres. No tienen
los tiradores para facilitarle la vida a Durant cuando los equipos
rivales decidan doblarle la defensa. No tienen el talento interior
suficiente como para alcanzar un sano equilibrio que libere a
Westbrook y al ya mencionado Durant.
Dejo
para el final lo del principio, es decir, lo que sucedió en el
primer partido de la postemporada. Perdió Toronto dejando clara su
bisoñez al compás de los acordes tristes del Oh Canadá. La hoja de
arce lució marchita y se postró bajo los pies de uno de los tipos
que más me han hecho disfrutar viendo baloncesto. Sigue llevando el
“34” a la espalda, aunque ahora viste de negro como señal de
luto hacia sus rivales. Respeto, eso sí, sólo para vestir. La boca
le pierde, pero no miente. Dice lo que piensa y dice, como bien reza
su apodo, “la verdad”. “Me trajeron aquí para esto” decía
tras aniquilar a los Raptors con una serie de cuatro tiros sin fallo
en las postrimerías del encuentro. Quizá un alarde excesivo. Quizá,
tal vez, sólo un anclaje necesario para soportar esa presión que a
tantos dejó por el camino.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
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