Es seis
de diciembre, tradicional jornada de asueto para el común con la
excusa del aniversario de nuestra última constitución, la séptima
de esta joven nación (porque nación, como unión de ciudadanos
libres e “iguales” sólo lo somos desde 1812) si sólo tenemos en
cuenta aquellas que son fruto de un poder constituyente (y no de la
imposición francesa, real o franquista). Una constitución, por
cierto, que por ser norma de normas, y por estar abierta a infinitas
interpretaciones realizadas, básicamente, por jueces elegidos por
los partidos políticos en el Tribunal Constitucional, cada vez nos
representa menos.
Es lo
que tienen las normas. Nacen de la ambición de sus creadores,
quienes inspirados, dicen, en la voluntad popular que les respalda,
aspiran a crear textos ajustados a la realidad social y, al mismo
tiempo, lo suficientemente generales y abstractos como para perdurar
en el tiempo. Se olvidan, quienes creen que pasarán a la historia
por dictar muchas y variopintas leyes, que la norma es una
aberración, la muestra más clara de que algo no funciona.
No me
malinterpreten. Ni siquiera la sociedad más bondadosa podría
habitar sin unas normas básicas de convivencia, sin leyes que
impongan deberes, otras que restrinjan el abuso de los derechos y
otras que doten a los ciudadanos de ciertas potestades. En nuestro
caso, viniendo de donde veníamos, podríamos dar por bueno el
argumento de que la constitución de 1978 sirvió, al menos, para
pacificar el país e instaurar una democracia bastante aparente y
pulcra.
Sin
embargo, cuando el paso del tiempo nos conceda perspectiva (si la
crisis no nos lleva por delante), más allá de la utilidad ya
recalcada, recordaremos esta constitución como un acuerdo de
mínimos, como un ejemplo de consenso por renuncia y no por
convencimiento, como una puerta abierta para que se colaran en ella
profesionales del politiqueo, artistas de la corrupción y
manipuladores de la historia que quieren fragmentar lo que a vista de
pájaro parece una única pieza inseparable.
Pero no
es mi intención hablar de la Constitución de 1978, sino sólo
utilizarla como ejemplo en el día de su aniversario. Ejemplo, digo,
de la perversidad innata de cualquier texto legal. Y es que las
normas responden a este patrón perverso cuando se ven desprovistas
de su base teórica y moral, cuando responden no a criterios éticos
universales, sino a momentos de crispación o a ardores de estómago
puntuales. Las normas no nos representan, sino que llaman a la
insumisión, cuando nacen de las imposiciones de un colectivo, de las
exigencias de un grupo de presión o del interés de los propios
legisladores.
Hilo
aquí con nuestra función, me dirijo a los entrenadores (también en
parte a todos los profesores), de educadores. Ya estemos puestos por
el gobierno (funcionarios en el caso de las escuelas municipales) o
por una entidad privada (cualquier club) nuestra posición de dominio
sobre el grupo se basa, principalmente, en el acto de fe que realizan
los chicos y chicas para con nosotros. Entre ellos y nosotros existe
un pacto tácito en el que las órdenes y su acatamiento se
entretejen a partir de un principio de confianza que puede ser más o
menos explícito.
Esta
posición asimétrica, entre profesores y alumnos o entre
entrenadores y jugadores, puede dar lugar a muchos y variados estilos
de liderazgo. Quien considere que la base de su poder es divino
dictará normas y exigirá un seguimiento devoto de las mismas. Quien
se considere más un guía, compartirá con los tutelados el porqué
de sus decisiones y pedirá un cumplimiento informado y, por ello,
más consciente.
Ahora
bien, ¿están los chicos de hoy en día preparados para aceptar un
proceso de negociación que, aunque dirigido por el maestro o
entrenador, les exige autonomía y madurez? ¿Cómo lo van a estar,
se preguntan algunas voces, si se ha impuesto, por un lado, la
cultura de la sobreprotección (“no hagas eso que te puedes caer”
o “estudia esto porque es lo mejor”) y, por otro, la de la
pillería y el chantaje (“venga, cómprate esa bici, pero no le
digas a tu madre que te he dejado solo toda la tarde”). Y no es
responsabilidad sólo de los padres, que suelen ser los menos
culpables, sino también de los mensajes que reciben de su grupo de
iguales y, por supuesto, del principal foco de “desinformación”
que manejan los adolescentes de hoy en día, los medios de
comunicación e internet (no por el manejo en sí, que brinda grandes
oportunidades, sino por lo mal asesorados que están). Ante esta
realidad tan compleja, ante la propia individualidad, más exacerbada
aún en el período adolescente, de cada ser humano, es fácil acudir
a la norma, dictar y sentar cátedra. Instruir y no educar. Y no
necesariamente porque se crea en este modelo, sino por mera
supervivencia.
Hoy, además del aniversario de la constitución, otra nota
de actualidad se impone sobre el resto: La muerte de Nelson Mandela.
Su figura, por enorme, nos empequeñece a todos y, por el contrario,
su mensaje nos dignifica y nos reconforta con nuestra condición de
seres humanos. Él, en este mundo complejo, lleno de hombres crueles
y sin una mínima noción de justicia social, podría haber optado
por ser un ciudadano más, feliz dentro de su ámbito privado y en su
condición de abogado. De esta manera no hubiera pasado veintisiete
años de su vida en prisión condenado a cadena perpetua. Es más,
tras salir de prisión podría haber renunciado a la lucha, confesar
públicamente que no tenía fuerzas para más. Cualquiera lo hubiera
entendido. “Es humano”, hubiéramos dicho. Pero no. Y aún hay más. Porque una vez proclamado presidente de Sudáfrica podría haber exigido
venganza hacia con los blancos. Muchos también lo habrían
entendido. “Es humano”, dirían. Pero no. Optó por la
reconciliación, por poner fin a décadas de racismo
institucionalizado para proclamar la igualdad entre todos los
ciudadanos.
Y ayer
murió, como moriremos todos. Pero antes vivió, como no todos
haremos si renunciamos a los principios y nos conformamos dictando
y cumpliendo normas, actuando de forma “humana” y aceptando sin
más nuestros fallos. Traslademos su ejemplo a nuestra vida
cotidiana. No todos podremos morir habiendo cambiado un régimen de
esclavitud por otro de libertad y justicia, pero sí todos podremos,
en nuestro ámbito de actuación, y más aún si trabajamos y
convivimos con jóvenes, contribuir a dar forma a una sociedad más
justa. Y para ello, créanme, sobran normas y hacen falta valores.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
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