LA FOTOGRAFÍA
En un
rincón sin árbol, sobre una mesa sin belén, bajo una ventana desde
la que no se divisan paisajes nevados ni estampas pastoriles. Allí,
entre la quietud que anuncia el silencio, moviéndose al compás de
sus latidos, un sobre blanco tamaño cuartilla, el único inquilino
de un buzón que había permanecido vacío, cubierto únicamente de
polvo, durante el largo período en el que su dueño, el titular de
la dirección postal, había estado fuera.
“Ya la
abriré”, pensó mientras se deshacía de los bultos y abría el
grifo del agua caliente. Lo giró con delicadeza, pero la resistencia
del agua a correr, hizo que sus brazos, aún fatigados por el viaje,
recobraran el vigor de décadas pasadas. Pero el agua, pese a su
tozudez, no corrió, como no lo hace tampoco por los desiertos o los
polos, allí donde no se la espera.
Al menos
los retratos sí obedecieron a la fuerza con la que los tumbaba, con
la palma o con el dorso, a veces también de una patada. Tampoco los
cuadros se resistieron a su impulso, ni siquiera el último post-it
que había escrito su madre antes de morir. “No te olvides de sacar
la basura”,rezaba. Por si acaso, pese a que habían pasado más de
veinte años desde que la enterrara, se acercó al cubo para cumplir,
si fuera necesario, su última voluntad. Pero estaba vacío. Por un
momento, aunque fugaz, sonrió, se alejó cinco pasos, manipuló el
viejo adhesivo hasta darle forma y lo lanzó hacia el cubo
encestándolo. “Aprende hermanito, algún día jugaré con los
mejores”. Miró hacia abajo. Y no encontró a nadie.
Ahora su
infancia, el único período verdaderamente feliz de su vida, se
ceñía a borrosos recuerdos, escenas incompletas sesgadas por el
paso del tiempo y la inmediatez del presente. Ya no era capaz de
distinguir los rostros de sus compañeros de patio y de parque, las
notas y los acordes de las melodías de esas canciones cuyos ecos resonaban hasta el alba, tampoco el contenido de los sueños de los que
ahora sólo puede afirmar que no se cumplieron. Tumbado sobre el
sofá, alargó el brazo para rescatar de la librería el viejo
cuaderno Oxford que solía acompañar a su padre, ese inconfundible perfil chepudo vestido de gris que encontraba acomodo en el rincón
más solitario y lúgubre de los pabellones donde jugaba.
Arrancada
y parada en dos tiempos hacia izquierda para parar y tirar.
Finalización en pérdida de paso con mano interior. Cien flexiones
de castigo. Lanzamiento posicional cuarenta y cinco grados a tablero
28/30. Dos suicidios. En la portada su frase favorita, la que le
repetía una y otra vez antes de cada sesión: No entrenes hasta
que sepas hacer algo, entrena hasta que nunca puedas fallar. Al
final, intercalada entre la última hoja y la contraportada, una
fotografía en la que aparecía junto a su padre y a su entrenador en
el año de juveniles. Calpe. 25 de mayo de 1984. Final del Campeonato
de España.
Abandonó
de un salto el sofá y, como renovado por una secreta inspiración,
abrió y cerró con ímpetu los cajones de todos los muebles de la
casa hasta que dio con un bolígrafo bic azul y un folio en blanco.
Barrió con el brazo el polvo del viejo escritorio y se sentó en un
sillón reclinable.
Querido
entrenador:
Me da
vergüenza dirigirme a usted después de tanto tiempo. No sé si ha
pasado un siglo o tal vez sólo treinta años. Lo que es seguro es
que se sucedieron avatares, idas y venidas, subidas y bajadas que me
han colocado ahora en lo más hondo de las tinieblas. Cuando iba y
subía, se lo reconozco, no tuve tiempo para compartir mi felicidad
con usted. Todo era grato. Todo se hacía a mi manera. De hecho, si
le hubiera escrito hubiera sido para decirle “se lo dije, todo va
bien. No había por qué preocuparse”.
Seguro
que sabe que gané dos campeonatos nacionales y que triunfé con la
selección. Quizá le hayan contado que me casé con una modelo y que
me fui a vivir con ella a la costa. Tuve dos hijos, Alberto y Manuel,
y me fui a Italia justo cuando la LEGA era la competición que
mejores salarios pagaba en Europa.
Fue
entonces cuando, ganando de veinte a Rieti, en un partido en el que
llevaba camino de anotar más de cuarenta tantos, mi rodilla dijo
basta y se rompió de manera traumática. Al principio todo el mundo
estuvo pendiente, se sucedieron las atenciones y los parabienes, los
deseos de pronta recuperación y los mensajes de ánimo. Sé que uno
venía firmado por usted. Mi madre me lo dijo, pues llegó a la casa
donde ahora me hallo, pero debió de extraviarse en el camino a
Italia.
Aquel
año terminaba contrato (confiaba en que mi rendimiento me permitiría
firmar por más dinero), pero nunca pensé que sería el último de
mi carrera. A Casandra le sobraron horas para decirme que no quería
estar con un parado, con un hombre que ya no podía hacer lo único
para lo que se había preparado en la vida. Mi padre ya no me hablaba
desde que le descarté como representante y le impedí viajar conmigo
a Italia (en realidad fue Casandra la que me lo prohibió). Y a mi
madre no la volví a ver hasta que me anunciaron que un cáncer
terminal la consumía por minutos.
Llegué
tarde, como siempre. Para enterrarla y pagar el sepelio con los pocos
bienes que pude librar del divorcio. A tiempo sólo de sellar la casa
de mi infancia y de comprobar que mi hermano era feliz como profesor
de universidad en Bélgica.
Y
ahora regreso para comprobar que todo lo inerte sigue en su sitio,
para mirarme al espejo y encontrar, detrás de cada cana y en el
abismo de mis pupilas, todo el tiempo que malgasté, todos los
consejos que no quise escuchar mientras me creía dueño de mis
circunstancias.
P.D.
Le acompaño esta fotografía que acabo de encontrar. Le imagino algo
más gordo y con menos pelo recorriendo los patios de los colegios y
los pabellones donde juegan los chavales. ¿Qué tal está el nivel?
¿Hay algún chico que tire como yo?
Un
saludo entrenador. Hasta siempre.
Jaime
Aguilar #11
Dobló
el folio por la mitad y respiró hondo. No tenía intención de
acercarse al estanco más próximo a por un sobre, así que decidió
reutilizar aquel que había osado visitar el buzón de su hogar. Lo
abrió y lo vació sin hacer caso de su contenido. Tras tachar la
dirección a la que venía remitido, escribió el nombre de su
entrenador, el único dato cierto que tenía sobre él en estos
momentos y lo dejó reposar sobre la mesa camilla del comedor
confiando que alguien, algún día, pudiera hacérsela llegar.
Y
entonces se dedicó por completo a su misión, la que le había
traído de vuelta al hogar. Rescató de su pesada maleta un
pastillero de plástico azul y vació el contenido en su garganta. Se
ayudó de un poco de agua y se preparó para despedirse lentamente de
su propia necedad, de décadas de sufrimiento baldío y
desesperación. Se sorprendió al comprobar que el viejo reproductor
de cd´s aún era capaz de llevar a cabo su función y tarareó unas
pocas notas de jazz, la música favorita de su madre. Así, moviendo
los pies al compás de esos ritmos sureños se recostó en el sofá
donde se hallaba tirada la carta que había recibido y con los
párpados decididos a cerrarse de un momento a otro, optó por echar
un vistazo.
Era una
simple fotografía con dos hombres ancianos agarrando entre ambos un
balón de baloncesto rodeados por once hombres algo más jóvenes y de una edad parecida. Creyó reconocer el lugar, una sala cerrada con gradas de hormigón en el fondo. “Sí, fue allí. Ahora recuerdo”. Dio la vuelta al retrato y cuando el sopor ya se
hacía insoportable acertó a leer el nombre de todos los compañeros
que formaban parte del juvenil del club en el Campeonato de España de 1984 acompañados de una frase sentenciadora: “Jaime, sólo
nos faltas tú”. Calpe. 21 de diciembre de 2013.
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