Pablo
Laso sabe quién mató a Kennedy. O por lo menos sería capaz de
construir una teoría mucho más convincente de la que salió de la
Comisión Warren. O al menos estaría mucho mejor preparado para
contársela a sus jugadores que todos esos burócratas embebidos de
poder.
Sirvan
el quincuagésimo aniversario de la muerte de Kennedy y el excelente
momento por el que atraviesa la sección de baloncesto del Real
Madrid para introducir un tema fundamental, la alienación a la que
nos vemos sometidos sin capacidad de réplica por el mero hecho de
habitar en una estructura que de grande nos desborda. Que de densa
nos aplasta.
Los que
idearon la democracia nunca pensaron que fuéramos a ser tantos y tan
diversos. Los que elaboraron la constitución, ellos mismos lo
aseguran, nunca imaginaron que su bienintencionada obra derivara en
esta pocilga de corruptos despiadados que se deshacen en halagos y
alabanzas ante los mercados, comisiones europeas y demás instancias
internacionales para después minar las fronteras con espinosas e
inhumanas alambradas.
Con
nuestros impuestos evitamos ruinas de bancos, saneamos las cuentas
públicas de las que otros se apropiaron, pagamos campañas
electorales, delirios de grandeza de antiguos jugadores de
balonmano,... Nos hacemos cargo, en definitiva, de las desviaciones
morales a las que todos estamos expuestos y a las que muy pocos,
valientes y bien formados, se resisten. Todo ello para que nuestra
salud dependa de un chequeo que nunca llega, la justicia de un juez
elegido a dedo y de un juicio que no termina nunca, la integridad
física de un policía que certificará el suceso y nuestra
educación, clave de todos los bienes y males, de un profesor sin
vocación encantado de su condición de funcionario y hastiado de
atender a tantos y tan diferentes hijos de su madre y de su padre.
Con esto
quiero decir que la sociabilidad intrínseca del ser humano no se
satisface mejor por más grande que sea el entorno y por inabarcable
que sea el contexto. El sistema, esta sociedad del espectáculo en la
que somos meros espectadores, aunque algunos puedan sentirse parte
importante porque le lean un “tweet” en antena, nos degrada y nos
ofrece muy pocas opciones. Las mejores, creo, pasan por apagar el
televisor, retomar la vieja costumbre de leer y, háganme caso, por
jugar al baloncesto.
Entiéndanme,
jugar al baloncesto o formar parte de pequeñas comunidades donde su
voz sea escuchada, donde el proyecto de todos sea también el suyo,
donde su autoestima se refuerce y donde ni siquiera sea necesario
votar cada cuatro años porque las elecciones, aunque las tome uno,
son de todos.
Y ése
es el éxito del Real Madrid de Pablo Laso más allá de la calidad
de sus jugadores y el diseño de la plantilla. En el equipo blanco
las decisiones, aunque encarnadas en su persona, son fruto de un
proceso dialógico, real o figurado. Se aceptan porque son el reflejo
del pensamiento de los jugadores y por esta razón funcionan. Laso,
pregunte o no, “gobierna” como le exigen sus “ciudadanos” sin
necesidad de que se lancen a la calle o monten revueltas en el
vestuario. Le avalan los conocimientos y le respaldan sus muchas
horas de trabajo. Su compromiso está siempre un paso por encima del
que tiene el grupo.
Un grupo
pequeño y unido donde todos se sienten importantes. Un grupo que
está en condiciones de exigir a cada uno de sus miembros por el
hecho de que cada uno de sus miembros también puede y debe exigirle
al grupo. Un grupo en el que no pueden existir parásitos pues
enseguida serían etiquetados y deportados. Un grupo en el que nadie
se puede apoderar de una cuota excesiva de poder porque sólo está
condenado al fracaso. En el Real Madrid todos han comprendido su rol,
han aceptado las diferencias de talento que se plasman en diferencias
de minutos como una realidad inescrutable y positiva para el
colectivo contra la que se rebelan entrenando cada día más duro.
Durante los entrenamientos compiten para mejorar, durante los
partidos cooperan para competir.
Y el
resultado es bueno en términos cuantitativos, pero podría no serlo
en función de elementos no controlables o azarosos y no por ello el
grupo estaría peor gobernado y merecería de menos alabanzas. El
Real Madrid de Pablo Laso ha conseguido lo que también logró el
F.C. Barcelona de Pep Guardiola, aunar a aficionados de muchos
lugares y con diferentes colores en la fascinación ante un modelo de
juego que se basta a sí mismo para justificarse.
Y toda
esta oposición de concepciones de la vida y el baloncesto para
reclamar, a nivel político, la devolución del poder y el control a
los ciudadanos. Muchos pensaron que, en un mundo global en el que las
consecuencias de las acciones de uno afectan irremisiblemente a los
otros, era necesario un gobierno mundial. Yo, en cambio, pienso que
si queremos convivir todos juntos debemos regresar a las pequeñas
comunidades, a gobiernos a escala humana que tengan en cuenta las
verdaderas motivaciones y necesidades de los ciudadanos, que se
fiscalicen, y esto es lo más importante, a ellos mismos porque de
todos es el poder y a todos les concierne.
Como en
un equipo de baloncesto. Perdón, matizo, como en todo equipo de
baloncesto que es entrenado desde una perspectiva humana, en el que
se evita la cosificación de los jugadores y en el que se comparten
no sólo las metas deportivas, sino también las personales. Y ese
equipo en el que pienso, a fecha de hoy, es el Real Madrid. Tiempo
tienen Pascual y todos los demás equipos europeos para imitar el
modelo en lo que más importa, en su vertiente social.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
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