“Así
suele ocurrir, Sam, cuando las cosas están en peligro: alguien tiene
que renunciar a ellas, perderlas, para que otros las conserven”.
(J.R.R. Tolkien, El Señor de los Anillos)
De un
tiempo a esta parte he recuperado mi infantil ilusión por el
ciclismo, un deporte que aunque cobijado por la eterna sombra de la
sospecha, también es el que más ha puesto de su parte para limpiar
de entre los suyos a los tramposos. Sirva esta nota autobiográfica
de residual importancia para contextualizar todo lo que he de
escribir a continuación en referencia a una de las pruebas fetiche
del calendario ciclista internacional, el Mundial en su especialidad
de fondo en carretera.
Pongo en
antecedentes a los que no siguieron la prueba e intentaré ser lo más
didáctico posible para quienes puedan sentir alergia por el deporte
de la bicicleta. Les ruego, a unos y a otros, que sigan leyendo; la
reflexión, en cualquier caso, versará sobre un valor más universal
que trataré de relacionar con nuestro nexo de unión: el baloncesto.
Este
pasado domingo, en un recorrido de 270 kilómetros jalonado por un
par de cuestas de notable pendiente, los hombres más importantes del
pelotón se dieron cita para vencer en la única prueba que se
disputa por selecciones nacionales y enfundarse, como ganadores de la
misma, el mítico jersey arco iris. España presentaba nueve
corredores de gran nivel, algunos ganadores de grandes vueltas (Giro
de Italia, Tour de Francia, Vuelta Ciclista a España) y otros más
especializados en las pruebas de un día o en la caza de etapas. Dos
de ellos, Joaquim Rodríguez y Alejandro Valverde destacaban de entre
el resto por su talento y estado de forma hasta el punto de que la
estrategia fijada por el seleccionador antes del inicio del
campeonato les otorgaba a ambos el cartel de “líderes del equipo”.
Después
de más de 260 kilómetros las previsiones se cumplieron y entre los
cuatro corredores con opciones estaban los dos españoles acompañados
de un italiano con una notable fatiga fruto del esfuerzo que hubo de
hacer para recuperar el terreno perdido por una caída y un portugués
al que habían estado a punto de dejar en el último repecho. Después
de una escaramuza de Joaquim, éste, alentado al parecer por su
compañero Alejandro, lanzó un nuevo ataque a escasos cinco
kilómetros para la meta. Poco a poco fue haciendo camino hasta
sentirse ganador, cómo no sentirse de esta manera sabiéndose
respaldado por un compañero de selección llamado a reaccionar a
cualquier intento de escapada del italiano o del portugués,
encomendado, por una ley no escrita del ciclismo, a frenar cualquier
intento de los rivales por deshacer el trecho que éste había puesto
de por medio. Y es que, además, yendo a rueda podría conservar
intactas las fuerzas para, en el caso de neutralización, imponer su
potencia en el sprint y ser él el ganador.
Ya
habrán adivinado que no ganó un español. Ni el uno ni el otro. No
tendría sentido contar una historia con final feliz, un cuento
demasiado perfecto como para ser real. Resulta que el portugués, que
iba tercero del grupo perseguidor, se escapó aprovechando que la
carretera dibujaba un pequeño zig-zag antes de la recta de meta.
Así, cuando Valverde, el español llamado a contener cualquier
osadía de este tipo, quiso reaccionar se encontró frenado por el
italiano y al salir del trazado sinuoso pensó que el portugués ya
había caminado demasiado y que era tarde, que era tontería arrancar
y poner en peligro el bronce ante la amenaza del italiano. Y resulta
que el portugués no iba tan mal como aparentaba al no concederle ni
un relevo a éste, y que rodó y rodó hasta pillar a Joaquim y
asestarle la estocada de gracia en los últimos metros para mayor
gloria del país vecino y vergüenza del nuestro, una España que
debería estar feliz con su plata y su bronce si no fuera por lo
cerca que se sintió el oro, para uno o para otro, y también, porque
en esta carrera, la verdad, ser segundo o tercero sirve de bien poco.
Aquí lo que cuenta es vestir el arco iris durante todo un año,
pasearlo con orgullo e imponerse dentro de ese abigarrado mosaico de
colores que es el pelotón como el “primus inter pares”.
Javier
Mínguez, el seleccionador, no tuvo piedad en sus declaraciones.
Señaló con el pulgar hacia abajo a Alejandro Valverde, el
guardaespaldas, por no haber salido al ataque del portugués, costase
lo que costase, e insinuó una indisciplina digna del más sumario de
los juicios y de la más cruel de las muertes. Algo parecido hizo
Joaquim, la plata de ojos vidriosos, cuando se le preguntó por el
porqué de la derrota. “No lo sé, eso se lo tenéis que preguntar
a otro, yo hice todo perfecto”. Bueno, habría que añadir, todo
menos pedalear más rápido que Rui Costa, el portugués.
Pero
vamos al fondo del asunto, o más bien más allá del fondo, porque
quizá el fondo pase simplemente por lo que Valverde declaró con un
simple y llano “no tuve fuerzas”. Pero en medio de la agonía al
ilustre forero de sofá y palomitas le dio por pensar y maquinar
pensamientos maquiavélicos que tal vez, a 200 pulsaciones por minuto
y sobre un exiguo sillín, sea imposible concebir, pero que a mí me
parecen más interesantes para una exploración del pensamiento
humano. ¿Acaso Valverde creyó que Joaquim debió, una vez
neutralizado su primer intento, realizar una labor de equipo para él
y por eso no se entregó a fondo en la defensa de sus intereses? ¿Tal
vez, deprimido ante la perspectiva de una nueva oportunidad perdida,
descuidó su labor de cobertura en una acción más propia del
subconsciente que deliberada? ¿Qué ganaba, a sus 33 años y con un
palmarés ilustre, desempeñando una abnegada labor de gregario a
favor de su compañero de selección, pero en contra, hay que tenerlo
presente, de Rui Costa, un compañero de equipo durante el año?
¿Acaso Joaquim intercambiaría su maillot arco iris con Valverde los
días pares? ¿Acaso le pasaría un cheque por Navidad en concepto de
todo el dinero que generaría en forma de contratos publicitarios
gracias a su nueva condición de campeón del mundo?
Y con
esto llego a la renuncia, a la definición de roles, a la gestión de
los egos, a los contados motivos que justifican, en una existencia
tan corta, el trabajar para otros y los muchos que, en cambio,
invitan a actuar de modo egoísta en la búsqueda de prestigio y
fama, por efímeros que sean ambos. Claro, hay diferencias entre
deportes esencialmente individuales y deportes esencialmente de
equipo. Y digo esencialmente porque siempre hay matices, porque en
deportes como el ciclismo hay un espíritu cooperativo y un reparto
colectivista de los éxitos y porque, por otra parte, en deportes
como el baloncesto o el fútbol hay contratos diferenciados, portadas
para unos, pocos, y silencio para otros, muchos, sin cuyo trabajo
seria imposible aspirar al triunfo.
Qué
difícil tarea para un entrenador repartir papeles cuando el nivel no
es causa suficiente como para establecer eslabones, cuando no todos
los jugadores contribuyen a la elaboración pacífica del organigrama
por sobrevaloración de sus talentos o envidias más propias de un
corral de vecinos. Valverde, suponiendo que no cumpliera su función
por una especie de rencor, no actuó de manera muy distinta a como lo
hacen los futbolistas negociando sus sueldos tomando como referencia
los de sus compañeros, o a como lo hicieron en su día Kobe Bryant y
Shaquille O´Neal, Scottie Pippen y Tony Kukoc (el primero se negó a
salir a jugar porque Phil Jackson dibujó en la pizarra una jugada de
último segundo para el croata) o Deron Williams en Utah. Una
conducta humana. Sólo eso.
Por
último unas cuestiones para el debate. ¿Son la renuncia y la falta
de ambición dos caras de una misma moneda? ¿Está la abnegación suficientemente
remunerada pecuniaria y socialmente? ¿Está legitimada la traición
deportiva por la búsqueda de un interés propio, de una especie de
derecho universal a realizar nuestros sueños? En fin, pensamientos
en voz alta para ponerle rostro al acontecimiento deportivo del fin de
semana, a una nueva exhibición de los “esforzados de la ruta”
que se prolongó durante más de 270 kilómetros para generar, a posteriori, un
intenso debate.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS