En
Hamburg, Arkansas, la vida cesa a eso de las seis de la tarde. Si es
que se puede llamar vida a la sucesión de desayuno, trabajo, comida,
trabajo y cena en la que se adentran, sin posibilidad de elección,
sus honestos habitantes. Misa los domingos y sexo, con la luz
apagada, dos veces por semana, son todos los excesos que un miembro
de esta comunidad rural puede permitirse. Y es que en este apartado
lugar en el que el mar es una simple postal, lo sueños no son
sueños, son delirios.
Más aún
si eres el duodécimo hermano de una familia numerosa, el hijo de un
afanado empleado de una industria papelera y una honrada ama del
hogar. En Hamburg, Arkansas, Dios se olvidó de colocar una catapulta
hacia el éxito. Donde el peso de lo cotidiano se impone no hay lugar
para la promoción. Rara vez para las sonrisas.
Ronnie
Martin y Scottie Pippen acostumbraban a saltarse esa ley no escrita,
ese toque de queda no oficial que daba por clausurado los días a
media tarde. Sus uno contra uno se prolongaban hasta la noche, hasta
que al viejo señor Garber, el viudo de la Calle Lincoln, se le
agotaba la paciencia. Finalizado el entrenamiento, en el trayecto de
regreso a casa, se conjuraban una y otra vez, se decían y repetían
para nunca olvidarse, supongo, que uno de ellos, al menos uno,
jugaría algún día en la NBA.
(...)
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UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
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