Hace
casi diez años, en plena fase de no adolescencia (me pareció un
coñazo quererme tanto, odiar a los padres y rechazar toda sombra de
autoridad) y culminado mi ciclo en el fútbol sala con una victoria
ante Babilafuente en mi Champions League particular (lo entenderán
si les digo que perseguimos ese trofeo provincial durante seis años)
decidí hacer público mi cambio al baloncesto comprándome una
camiseta de la NBA, una liga que llevaba siguiendo de cerca poco más
de un año y en la que estaban de moda tipos como Kobe Bryant, Tracy
McGrady, Allen Iverson o Vince Carter, aunque, en realidad, los
campeonatos los decidiesen Shaquille O´Neal y Tim Duncan.
Allí,
en la vieja tienda de Pablo García situada en la calle Toro,
sustituida ahora por una tienda en la que sólo veo entrar a señoras
(incluyo como señoras a los señores que cargan con el bolso de sus
señoras), aquellas camisetas de marca “Champion” buscaban dueño
y me pareció, no sé por qué, que la que llevaba más tiempo
esperando era una de color verde con el número 34 estampado en el
dorso. No crean que fue mera intuición. Yo ya estaba enamorado del
juego de Paul Pierce y de ese parqué más propio de una sala de
baile en el que juegan los Celtics. Eran los años en los que el
alero de Inglewood se asociaba con la otrora estrella de la
Universidad de Kentucky, Antoine Walker (Soldado Universal) para
resarcir a una afición que empezaba a olvidar los años de
abundancia, aquellos maravillosos sesenta, setenta y ochenta en los
que el Garden debió parecer, por momentos, un taller de anillos de
oro.
No fue
aquélla una apuesta a caballo ganador. Fue más bien un flechazo
hacia las cualidades baloncestísticas de un jugador con múltiples
talentos, pero incapaz de destacar en ninguna faceta. Tiraba bien,
pero no mejor que Ray Allen o Allan Houston. Penetraba bien, pero no
mejor que Allen Iverson o Vince Carter. Pasaba bien, pero no mejor
que Jason Kidd o Steve Nash. Anotaba con facilidad, pero ni de lejos
al nivel de Kobe Bryant o el mejor T-Mac. Eso sí, las once puñaladas
que aún hoy adornan su espalda, le convierten en un tipo con suerte.
Pudiendo haber protagonizado la tercera parte de las nefastas
tragedias de Len Bias y Reggie Lewis, el que será para siempre
capitán de los Celtics de principios de siglo, se aferró a la vida
para intentar compararse con otros mitos de la ciudad de Boston. Y lo
consiguió.
Y es
que aunque un anillo sepa a poco, aunque las lesiones lastraran
aquella ventana de tres años que luego quisieron mantener abierta
dos y hasta tres años más, la ilusión volvió a inundar las aceras
de Boston e ir al Garden volvió a convertirse en una rutina sagrada.
A nivel internacional los Celtics recuperaron el hueco que ahora, de
nuevo, abandonarán. En la NBA es difícil perpetuarse en la élite,
pero quiero ser optimista pues, si en los cajones de las oficinas de
alguna franquicia reside la fórmula de la victoria, ésa sólo puede
ser la de la ciudad de Boston.
Por
desgracia, en esa fórmula no entrabais ni tú, Paul, ni tu camarada
Garnett. Al cinco le agradeceremos para siempre que nos rescatara de
las catacumbas, que aportara una nueva actitud, que hablara por los
cinco en defensa, que amara lo que nosotros, los célticos, también
amamos. Su intensidad, su lucha y su ética de trabajo también
merecieron más de un anillo.
Ahora,
cerrada definitivamente la ventana, os vais para daros una última
oportunidad a vosotros mismos. Lo haréis en una atmósfera
completamente diferente, en un equipo que aún busca labrarse un
sitio en el corazón de los aficionados y jugando, curiosamente, para
un entrenador (Jason Kidd) con el que habéis batallado durante más
de quince años en la pista.
Si no
ganan los Celtics, hecho harto improbable, mi aliento estará
repartido entre vosotros y también Doc. Aun así, trasladando aquel
“yo me bajo en Atocha, yo me quedo en Madrid” del maestro Sabina,
yo también lo tengo claro, yo me quedo en el Garden. Porque no somos nosotros
los que elegimos un equipo, son los equipos los que nos adoptan a
nosotros y nos enamoran poco a poco hasta convertirse en una parada
imprescindible de nuestras vidas, una estación de metro que nunca
abandonaremos por muy honda que esté o aunque se marchen los ídolos.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
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