La
geografía mundial está llena de templos sagrados, de iconos de un
pasado más o menos reciente que aún sigue definiendo nuestras
vidas. Por otro lado, a estas reliquias históricas hay que añadir
las nuevas mezquitas o sinagogas del mundo moderno, esos sumideros de
población que basan su atractivo en comida grasienta o en ropa
fabricada por manos esclavas.
Pues
bien, el mundo del deporte no es ajeno a esta simbología. Una ruta
de las catedrales no podría excluir Twickenham (rugby), Wembley
(fútbol) o Saint Andrews (golf). En ellas se sentaron las bases de
los diferentes juegos y en ellas, también, se vivieron
acontecimientos únicos que marcaron una época. Las nuevas
catedrales, las que el nuevo mundo importó a imagen y semejanza de
la añeja Europa, habría que situarlas en el estadio Azteca
(fútbol), en el Bronx (Yankee Stadium para el béisbol), en Kentucky
(carreras de caballos) o en el Augusta National (golf) por poner sólo
algunos ejemplos.
En el
baloncesto, en cambio, esto no está tan claro. James Naismith sentó
sus reglas en Massachussets, pero como su deporte no alcanzó cuotas
inmediatas de éxito, sería impropio citar aquel YMCA como la
catedral del baloncesto. La verdadera disputa se da entre Chicago y
Nueva York. Los argumentos utilizados, en ambos casos, no pasan de
meros sofismas, de razonamientos lógicos posteriores a la
conclusión. Los que creen que es Chicago se apoyan en la cantidad de
jugadores que se hicieron a sí mismos en sus calles (George Mikan,
Tim Hardaway, Isiah Thomas o Dwyane Wade) y, claro, aprovechando los
tiempos victoriosos de los Bulls de los 90, reclamaron para sí este
carácter sacro. Pero claro, tampoco es corta la nómina de jugadores
con ADN neoyorquino que han triunfado en nuestro deporte (Abdul
Jabbar, Michael Jordan, Carmelo Anthony). Así, mientras la leyenda
de los Knicks quedaba difuminada fracaso tras fracaso, la del Rucker
Park crecía y crecía de manera imparable hasta el punto de que esta
cancha urbana del distrito de Harlem es núcleo mundial de
peregrinación para todos aquellos que entienden el baloncesto como
una lucha individual basada en el virtuosismo y la inspiración, nada
que ver, por tanto, con la defensa o el trabajo en equipo.
Los
principales avalistas de esta teoría son los propios Knicks. Los
actuales, digo, los de Carmelo, JR Smith y Felton. Los mismos que
parecen sortearse en la charla previa al partido los quinientos botes
y los veinte tiros forzados que Woodson establece como cuota apelando
al poder que le otorga el cargo. Con el talento les bastó para
eliminar a los viejos Celtics, pero su concepto (¿concepto?) de
equipo les impedirá, vaticino, recuperar la gloria que un día,
varias generaciones atrás, obtuvieron los Reed, DeBusschere, Frazier
o Jackson.
Sea
como fuere, periodistas y analistas norteamericanos suelen “escupir”,
de vez en cuando, la expresión “Mecca of Basketball” para
referirse al Madison Square Garden (versión IV), edificio multiusos
que, como bien nos enseñó Andrés Montes a los neófitos en la
materia, se sitúa entre la Séptima y la Octava, en la conocida como
Plaza Pennsylvania. Sobre su parqué, de colores desgastados, los
grandes jugadores elevaron la calidad de su juego con el ánimo de
dejar inscrita su huella en este jardín.
Es
probable que esta discusión sea, en cualquier caso, estéril. A
pesar del número de vuelos que acoge anualmente el Aeropuerto
Internacional Rey Abdulaziz (cuarta terminal más grande del mundo)
en las proximidades de la única y verdadera La Meca, este debate es
más romántico que económico. Por eso mismo, los amantes más puros
del baloncesto, los que nacen, crecen, se reproducen y mueren junto a
un balón anaranjado, se han propuesto ultrajar este lugar sagrado
por su pretensión superficial. Y es que el baloncesto, en Indiana,
es una cosa muy seria. Muy seria y muy diferente de lo que entienden
en la Gran Manzana, en la ciudad que nunca duerme, en la ciudad de
las mil etiquetas que ya, para empezar, se fundó como Nueva
Amsterdam.
Yo,
lejos de mantenerme en una posición neutral, me alineo junto a los
Pacers y su particular cruzada. Apoyaré desde la distancia su lucha
por hacer prevalecer un baloncesto de equipo en el que la bola
circula por todas las partes de la cancha más por el aire que por el
suelo y en el que la defensa, también la defensa, es una cuestión
colectiva. Jugadores como Hibbert (un cinco talentoso), David West
(un cuatro con gran visión de juego capaz de jugar en poste medio y
en poste alto), Paul George (un alero versátil capaz de defender,
rebotear, anotar y generar juego para los compañeros), George Hill
(un base físico que comete muy pocos errores) o el propio Lance
Stephenson (un neoyorquino converso que pone su inagotable talento al
servicio del fin común) constituyen un quinteto sin grandes
estrellas con un sabor, inconfundible, a baloncesto clásico, el que
mamó y engrandeció el ingeniero jefe de este proyecto, un tal Larry
Bird, un Hoosier de pro.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
2 comentarios:
I place all of the champions at a equal side, thanks for sharing it with us.
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