El mejor entre nosotros







El sol luce en el cielo de Miami a la misma altura sobre el horizonte que el 31 de marzo anterior. Y que el anterior. David Ferrer, mientras, pronuncia su discurso ante las abarrotadas gradas del Crandon Park. Su mensaje está cargado de gratitud hacia quienes le ayudan y acompañan en el ejercicio de su profesión, pero el tono, apagado, revela un íntimo sentimiento de culpa y frustración.



A David, como al resto de perdedores, se le permite hablar primero. Así puede sentirse en posesión de un falso privilegio, ser el sujeto pasivo de una atención que bien podría compararse con la que reciben los niños pequeños al cenar o al acostarse antes que los adultos. Es más, hablar primero no implica más que pasar delante y, claro, todos sabemos que aquello de “las damas primero” no es más que una simbólica compensación que recibieron las mujeres por haber perdido, injustamente, la batalla frente a sus iguales en el mismo momento de la creación.



En realidad, para ser honestos, David Ferrer se había asegurado su derecho a hablar llegando a la final del torneo, la quinta en un Masters 1000, la decimotercera ante un Top 5 a lo largo de su carrera. Para David, colarse en estos acontecimientos supone un acto de rebeldía pues Ferrer, por su juego y condiciones, no es más que un obrero de clase media, el mejor, tal vez, pero un obrero. Y claro, cada Masters 1000, por no hablar de los Grand Slams, busca asemejarse a una fiesta de carácter exclusivo, a aquellos encuentros que el Gran Gatsby organizaba en su residencia privada junto al East River neoyorquino.



En esta sociedad de clases, directa heredera, o eso nos cuentan, de las revoluciones liberales burguesas de finales del XVIII y del siglo XIX se supone que se puede ascender en la escala social a través de los méritos y del trabajo, desde la disciplina y el esfuerzo. Y si no es a través del mérito, quizá puedas caerle bien a la hija de un terrateniente o dejarte ganar al poker en presencia de un empresario con más billetes que luces. Es decir, las posibilidades de ascenso son incuestionables. Sin embargo, el deporte, quizá una de las manifestaciones más primarias del ser humano en cuanto que animal, ha vuelto, hoy, a mostrarse inquebrantable. La inferioridad de Ferrer ante los cuatro mejores del circuito ha vivido hace unas horas su punto culminante. Un punto que se extiende a lo largo del medio centímetro por el que la bola de Murray, durante punto de partido a favor del español, entró dentro de los límites reglamentarios de la pista. Medio centímetro que expresa gráficamente una distancia mental inabarcable que pone en entredicho todos esos mensajes de autoayuda pronunciados por profesionales de la psicología que después terminan suicidándose. Que sí, que sí, que si siembras una acción cosechas un hábito y que si siembras un hábito cosechas un carácter y que si siembras un carácter cosechas un destino... Un fatal destino, en todo caso, en el que por más que actúes, generes hábitos, poseas un carácter y creas haber cosechado un destino la bola de Murray entra.



Y es que salvo para cuatro genios contados que bien podrían llamarse Novak, Andy, Rafa y Roger, la vida es una sucesión de derrotas y pérdidas. Perdemos el tiempo, enterramos proyectos, nos despedimos demasiadas veces de personas que querríamos tener a nuestro lado y, lo que es peor, en ocasiones lo hacemos para siempre. Luchamos y, aunque nos lo prometemos constantemente, muchas veces durante una tarde de domingo cualquiera como ésta, volvemos a tropezar con la misma piedra.



Pero después de decir lo que pienso no puedo despedirme desparramando sombras entre quienes dedicáis, en vano, un par de minutos de vuestras vidas en la lectura de estas letras. En realidad, cuando Ferrer se desplomó acalambrado sobre el cemento del sur de Florida, me emocioné y soñé con ser, al menos durante unos segundos de mi vida, ese gladiador alicantino que se cree, a sabiendas de que son basura, todos los mensajes de autoayuda para madrugar cada mañana para correr y entrenarse sabiendo que sólo aspira a ser el mejor de los perdedores, el mejor entre nosotros.



P.D. Si este post les ha parecido excesivamente pesimista entiendan que es domingo, que es de noche y que, nuevamente, llueve a cántaros del otro lado de la ventana. Pero bueno, como pensaría el propio Ferrer, al menos no llueve en este lado.



UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Eternamente jóvenes





La eterna juventud no depende de cremas antiarrugas o dietas milagrosas. La eterna juventud depende de la calidad de nuestros recuerdos y de las vivencias acumuladas en el zurrón de la memoria. Todos nosotros, al menos los que nos detenemos de vez en cuando a reflexionar sobre aspectos que no se compran con dinero, tenemos una época fetiche, una década en la que nos hubiera gustado vivir. Idealizamos, quizá por desconocimiento, momentos de nuestra historia en base a mitos que sobreviven en nuestro imaginario colectivo. Y en el imaginario colectivo del baloncesto, una época y dos iconos se elevan por encima del resto. Los ochenta: Magic y Bird. 

A Courtship of Rivals (Un noviazgo entre rivales), un documental con el sello HBO, nos presenta la relación entre ambos genios, los paralelismos y también las contradicciones de dos carreras que no se entenderían de manera separada. Probablemente, de no haber existido uno de los dos, las alforjas del otro estarían, hoy, aún más cargadas de títulos. Como las de Federer o Nadal o las de Ali o Frazier. ¿Hubieran optado Larry o Magic por haber ganado más anillos en ausencia del otro? La duda ofende.

A su grandeza, la de ambos, contribuyó lo singular de unos años marcados por las políticas conservadoras de Reagan y Bush y su contraste con los movimientos cívicos urbanos que tenían como leitmotiv principal la liberación de las clases sociales marginadas por un sistema cada vez más voraz. Por otro lado, los medios de comunicación se sofisticaban y se convertían en un cuarto poder omnipresente. El baloncesto, tras una larga década de hiberno (hasta las finales de la NBA se emitían en diferido), se convirtió en la verdadera atracción del país. Ni siquiera las hazañas de Montana pudieron competir con los duelos en la cumbre entre dos chicos de orígenes humildes llamados a dominar su deporte. 

En los ochenta la distancia aún suponía una barrera real. Las noticias volaban entre Los Ángeles y Boston a velocidad de paloma y el periódico aún debía leerse en papel. Allí, en los viejos papers, Magic y Larry buscaban con ansiedad las estadísticas de su rival (las de hace dos noches) mientras degustaban el primer café de la mañana. El hecho de que la tecnología aún fuera analógica dotó de romanticismo a sus duelos. Se encontraban dos veces al año en temporada regular y se citaban para la final. Se vigilaban en la distancia, se respetaban desde el silencio y, no nos equivoquemos, se odiaban dentro de la cancha. 

Aunque la prensa tratara de vender esta rivalidad como una contienda entre un negro y un blanco, entre el libertinaje hollywoodiano y el puritanismo de la añeja Nueva Inglaterra, Magic y Bird simplemente saltaban a la cancha para vencer. El baloncesto lo era todo en sus vidas y la victoria, claro, suponía una motivación más que suficiente. Sin embargo, pese a que la historia de Magic y Bird es la de una sucesión de contiendas deportivas que comienzan en la final del Torneo Universitario de 1979 y culminan en las finales de la NBA de 1987, su vida, la de ambos, no se explica sin atender a los momentos en que se cruzaron sus caminos y a los paralelismos que cimentan sus historias. Además de la falta de holgura económica durante su infancia, Magic y Bird gozaron de referentes familiares que dieron sentido a sus tempranas vidas, de entrenadores que apostaron por ellos, de compañeros de enorme talento que les ayudaron a ser lo que finalmente fueron. Ambos, además, se toparon con la adversidad al final de sus carreras. Los dolores de espalda de Larry mediatizaron sus últimos cuatro años de baloncesto; el contagio del V.I.H por parte de Magic le obligó a tomar la decisión más difícil de su vida: dejar el baloncesto. 

El uno, con la muñeca más perfecta que Dios ha creado, el otro, con la sonrisa más ancha que el mundo ha conocido. Demasiado perfectos para ser reales, demasiado perfectos para fusionarse. Barcelona y un cada vez más lejano 1992 fueron testigos de que nada es demasiado, de que a veces, en un mismo tiempo y lugar pueden coincidir dos fuerzas opuestas para rescatar al ser humano de lo anodino de su existencia y convertirle, de pronto, en una raza privilegiada y eternamente joven. Tanto, al menos, como sus recuerdos. 



UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

La vida a veces







Los ecos del fin de semana se desvanecen entre las luces de la ciudad. Aún hay ropa en la terraza y marzo sigue empeñado en marcear. Es domingo por la noche y en la soledad de mi cuarto mis dedos se preguntan cuál será la próxima tecla a golpear. Me autorreceto una dosis de escritura para superar una dura tarde en la cancha, vestido de largo, sin la posibilidad de luchar por un balón suelto o de ayudar a un compañero a detener a un atacante, aprendiendo del sabio, pero indigesto, arte de errar. Errar en la dirección de partido y, sobre todo, en la tutela de un grupo humano que hoy se comportó como una suma de individuos sin rastro alguno de alma o espíritu colectivo.



El pasado viernes acudí a una librería del centro de Salamanca, vacía por cierto, para adquirir el primer libro de Carlos del Amor, La Vida a Veces, en el que narra con su reconocible voz una serie de pequeñas historias que no cambiarán el mundo, pero que lo convierten, en cambio, en un lugar más agradable para vivir. En ellas, lo cotidiano se eleva por encima de la noticia por encerrar, dentro de sí, valores universales como la belleza, el amor o la amistad, valores éstos, creo, que en cierta medida también deben estar presentes en una pista de baloncesto.



No busquen conexión alguna entre los dos primeros párrafos. Son pensamientos deslavazados fruto de una reflexión inexistente acerca de una tarde de baloncesto que yace sobre el suelo con la sangre aún caliente. Sirva además esta anarquía como metáfora del nomadismo al que están sometidas las rachas o los momentos. Ocho días después de disputar nuestro mejor partido, con una defensa basada en la confianza en el compañero y en la solidaridad y un ataque agresivo y comprometido, hemos ofrecido una versión totalmente distinta, ni prima ni lejana de la anterior.



Quizá seamos los entrenadores como esa mujer fiel que teje y desteje su sudario a la espera de un marido que no llega. Quizá seamos los últimos en enterarnos de que algo está pasando a la vista de unos ojos sumidos en una blanca ceguera. ¿Cómo puede cambiar tanto un equipo en tan poco tiempo? La lógica me lleva a pensar en que la semana de entrenamientos no había sido buena. Quisimos interpretar una buena obra sin el número suficiente de ensayos y para que una escena parezca natural debe ser repetida miles de veces. Tomamos el camino fácil y nos encontramos todas las trabas al final cuando lo ideal es ir sorteando poquito a poco, pasito a paso, cada una de las dificultades.



Y sobre todo, y lo que más me duele, decidimos hacerlo solos, de manera individual. Cogimos un remo cada uno, en vez de uno para todos. Nos embarcamos en luchas diferentes y de ninguna extrajimos el sentido. Quisimos ser como el viejo en el mar, pero no tuvimos ni su paciencia ni su ambición y un pez mucho menos fiero, con todo el respeto hacia un rival que disputó un buen partido, nos hizo naufragar.



Supongo que la vida, a veces, dura cuarenta minutos. Cuarenta minutos repletos de pequeñas historias que no se pueden entender sin retroceder al pasado y que de nada sirven, si no contribuyen a mejorar el futuro.



La vida, a veces, es una lluviosa noche de domingo.



UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

La autoridad que da el fracaso





Los domingos por la noche son como los amigos de toda la vida. Parece que no están pero siempre llegan puntuales para escucharte y decirte, no lo que quieres oír y sí, en cambio, lo que la realidad impone. Es decir, que mañana es lunes. En mi caso particular las noches de los domingos coinciden con el epílogo de un par de jornadas teñidas del color anaranjado del balón de baloncesto. Sirva, de paso, la redundancia, para enfatizar esa sobredosis de pantalones cortos y choques de manos sin la cual muchos no podríamos vivir. Pero claro, cuando el efecto de la droga se consume (aunque de fondo tengo un Clippers-Thunder) llega el momento de la reflexión.

En realidad esta entrada viene habitando en mi cerebro junto al resto de funciones primarias y algún que otro proyecto de modesta enjundia durante varias semanas y aunque se publicará en un blog de baloncesto su contenido es general e, incluso, si alguien recoge el guante, generalizable. Se trata de que quienes exponemos públicamente nuestra vanidad dejando por escrito nuestros torpes pensamientos, reflexionemos sobre nuestro papel, la necesidad que nos impulsa a publicar y, sobre todo, acerca del tiempo que algunas personas dedicáis en la lectura de algo que se parece a un diario, pero que a diferencia de éste, no es ni secreto ni instransferible.

Decía Scott Fitzgerald, representante inmortal de la generación perdida, una hornada de escritores norteamericanos de indudable calidad literaria, que él hablaba desde la autoridad que le concedía el fracaso (en contraposición a Hemingway que hablaba desde la que le concedía el éxito). Si esto lo decía el autor de El Gran Gatsby entonces la autoridad de quien os escribe es simplemente ilimitada. Y como la mía, la de muchos.

Entiendo aquello del derecho a la información, aquél que nos permite hacer un juicio crítico sobre diferentes temas. Comprendo, claro, el derecho a tener una opinión y a difundir un pensamiento. Sin embargo, interpreto que pese a la ausencia de reconocimiento explícito existe también un derecho a reservarse la opinión, a callarse cuando nada se tiene que decir. Ante la ausencia de filtros, la calidad media de los artículos publicados impunemente en esa ventana abierta al mundo que es la red es escasa.

Si en determinadas circunstancias hasta un tonto hace un reloj lo mismo se puede decir del universo bloguero. La única defensa del usuario pasa por ser selectivo, pero ante el exceso de oferta queda también el hastío. Normalmente, el gestor de este tipo de diarios electrónicos empieza en esto para probar, pero, más a menudo de lo deseable, un par de elogios de malos amigos les conminan a seguir enfrascados en la humilde tarea de aburrir.

Dado que es éste uno de esos blogs y, además, a veces habla de baloncesto, mi preocupación se asienta sobre la desmesurada oferta de literatura relacionada con este deporte. Decía Alonso Quijano, entre otras muchas cosas, “que se hable de uno, aunque sea para mal”. Ojo, no decía que se hable de uno, aunque sea de mala manera, con pobreza de estilo y sin fundamento. Se refería a que es bueno estar en boca de la gente, llegar a las masas. Pero claro, ya que intentamos vendernos, vendámonos bien.

Sé que roza el cinismo criticar la banalidad con la que a menudo se habla de baloncesto en pleno ejercicio de escribir por escribir, pero creo que es necesario hacer una llamada a todos aquéllos que inundamos el ciberespacio con elementos decorativos de latón. Últimamente escribo poco. No lo he hecho por velar por la calidad y sí por falta de tiempo e inspiración. Aun así, ante el aluvión de artículos, crónicas, entrevistas o panegíricos uno ya no sabe ni dónde ni cómo meter baza.

Que se hable de baloncesto, sí, pero con criterio, buen gusto y buena pluma. Lo dice alguien dotado de una gran autoridad. La que me da el fracaso.

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS