Este
fin de semana he sido privilegiado observador y oyente en las charlas
organizadas por el Club Baloncesto Tormes, el principal por número
de licencias y resultados dentro del ámbito masculino en Salamanca.
En ellas entrenadores de reconocido prestigio han compartido
experiencias y métodos con otros que, como yo, nos consideramos
simples aprendices.
Puede
que lo que aquí voy a escribir levante ampollas (aunque claro, para
eso haría falta que alguien lo leyera). Es habitual que los
profesionales de un determinado gremio realcen el valor de su
actividad en la búsqueda de un mayor reconocimiento social y
pecuniario. De hecho, en ciertos ámbitos son los propios
profesionales los que se encargan de asegurarse el sustento. Los
periodistas generan noticias de la nada, se enfangan deliberadamente
en debates absurdos para generar polémica y arrastrar audiencia. Los
abogados son, a su vez, uno de los colectivos más despreciados en
determinadas culturas. ¿No les parece curioso que cerca de cualquier
conflicto siempre haya un abogado? Mejor no hablar de los
publicistas, cómplices, entre otros muchos, de este sistema que ha
terminado por reventar hasta generar un caos que se cobra varios
suicidios al día.
No, no
voy a menospreciar la importancia que tiene el deporte en la
formación de personas. Estaría loco si no defendiera los efectos
positivos que una buena enseñanza del baloncesto puede acarrear en
el proceso de maduración de los niños y adolescentes. No se trata
de eso. Se trata de criticar un empleo del idioma que revela una
actitud, un carácter. Una forma de ser, por cierto, que por mi
experiencia parece ser generalizable. Ahora bien, que nadie se dé
por aludido si no se reconoce en la siguiente descripción.
El
entrenador al que me refiero habla siempre en primera persona del
singular o eso, al menos, si se trata de recordar éxitos, jugadas
ganadoras sobre la bocina o el nombre de jugadores profesionales que
pasaron por sus manos. En ese momento su estómago se hincha y su
barbilla se eleva a la misma velocidad con que olvida aquellos
grandilocuentes discursos en los que ensalzaba el valor del colectivo
y del trabajo en equipo. Obvia, por no decir otra cosa, que quienes
sudaron yendo de línea a línea, que los que anotaron aquella última
canasta decisiva y quienes dedicaron más de diez mil horas a la
práctica del baloncesto fueron los jugadores. Padece el síndrome
del yo, del mí, del me. Desconoce, al menos a la hora de repartir
méritos, la existencia del pronombre NOSOTROS.
Ojo,
entiendo que el entrenador ha de ser un líder, un amplio y a la vez minucioso conocedor
del juego y un juez justo en la gestión del vestuario. Reconozco,
por mi propia ineptitud hasta la fecha, que ser un buen entrenador
requiere de práctica, constancia y virtud. No se trata de restar
méritos. Se trata de ser humildes, de predicar con el ejemplo y con
el discurso. Si no queremos jugadores vanidosos no lo seamos. Si no
queremos jugadores egoístas... Pues eso.
Ahora
bien, cómo sobrevivir en esa jaula de grillos que supone la pelea
por los puestos importantes de entrenador, manejando un discurso de
perfil bajo y centrado en el valor del jugador por encima de todo.
Pues no lo sé. Supongo que en cualquier entrevista de trabajo tras
la defensa de esta visión me responderían con algo así como:
“Entonces, ¿para qué le necesitamos?” Pues para ser un guía y
no un monarca, un referente que no un ídolo, un vasallo al servicio
de la mejora del jugador y no un señor que se sirve de sus súbditos
para engrandecer un currículum.
Lluevan
las críticas si es menester. Así veo mi misión, así entiendo el
baloncesto. Y el día que me escuchen hablar de mí en primera
persona del singular espero que sea en pleno proceso de autocrítica y
sin darme demasiada importancia. Juegan los jugadores. Es una
redundancia, pero es así.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS