Tras
las finales de 1972, aquéllas en las que el baloncesto le devolvió
a Jerry West todo lo que éste le había dado antes, diecisiete de
los venticinco campeonatos que se habían disputado hasta la fecha
habían sido ganados por sólo dos franquicias. Cuando la liga
celebró su quincuagésimo aniversario en el All Star de Cleveland
esas mismas dos franquicias sumaban ya veintisiete títulos. Aún
hoy, en pleno invierno de 2013, los treinta y tres anillos que suman
Boston Celtics (17) y Los Ángeles Lakers (16) les dotarían de una
mayoría absoluta en un hipotético parlamento aristocrático en el
que la máxima de “una persona un voto” hubiera sido transformada
por otra más clasista con el lema “un anillo un voto”.
Estos
números invitarían a pensar en una liga polarizada y sectaria con
contratos de televisión negociados equipo por equipo y con una
palmaria disparidad presupuestaria entre las diferentes franquicias.
Pero no, esto no es la liga de fútbol española y son otros los
factores que explican esta aparente diarquía. No me duele reconocer
(en realidad sí) que once de los diecisiete títulos célticos se
lograron en campeonatos con ocho o nueve equipos participantes. En
realidad no sé si esto le quita mérito a aquellas gestas o si, tal
vez, le otorga un plus de dificultad. Y es que el talento se
concentraba irremediablemente en unas pocas franquicias y todas ellas
contaban con al menos tres jugadores con grandes posibilidades. Lo
cierto, aunque escueza, es que en los últimos veinteseis años la
ciudad de Boston sólo se ha engalanado en una ocasión para honrar a
sus orgullosos Celtics. Fue en 2008 y, apunten esta fecha porque
puede que se convierta en una nueva, vieja, referencia para los
aficionados del equipo de la Beantown.
Los
Lakers, por su parte, deben agradecerle cinco anillos a la dominante
y eminente figura de un George Mikan que reinó en la liga allá por
los años 50. En aquel campeonato recién nacido y lleno de
imperfecciones que el tiempo ha ido curando, un jugador de su tamaño
e inteligencia era prácticamente imparable. Ya en Los Ángeles, los
Lakers tuvieron que esperar varios años para recuperar una senda que
la sombra de Bill Russell se empeñó en oscurecer. Tuvo que llegar
Magic para que Kareem recuperase su mejor versión y para que Los
Ángeles vibrase de nuevo al ritmo del mejor baloncesto que se ha
practicado jamás en este planeta. Shaquille, Kobe y Gasol
contribuyeron a engrandecer la historia de la franquicia, pero otros
nombres, en plena actualidad, se están ocupando de poner en solfa
esta incontestable grandeza.
Sólo
por si fuera verdad aquello de “la historia para los historiadores”
(¿o era América para los americanos) utilizaré también argumentos
más cercanos en el tiempo para dotar de contenido al título de esta
entrada. Resulta que el próximo 17 de junio se cumplirán tres años
del séptimo partido de las finales de la NBA de 2010 disputadas
entre Boston Celtics y Los Ángeles Lakers y que concluyeron con el
triunfo angelino en un apretado encuentro. Los Lakers contaban con la
mejor pareja interior del campeonato, con una de sus tres máximas
estrellas y con el sexto hombre más decisivo. Los Celtics, por su
parte, vivían de las genialidades de tres futuros hall of famers y
de la bendita locura del base más brillante de la competición. Para
los de Boston aquella final suponía el cierre definitivo de una
ventana que después, por avatares de la vida y gracias al orgullo de
los jugadores, permanecería abierta un par de años más. Para los
Lakers, en cambio, nada hacía indicar que aquél fuera el principio
de un final que comienza a hacerse demasiado largo. En Los Ángeles
alguien debería tomar la palabra y sentenciar definitivamente un
caso que desde la salida de Phil Jackson demanda una operación a
corazón abierto. Más bien, un lavado de estómago con el que
limpiar las células envejecidas de sus otrora referencias y los
depósitos de idiotez de las nuevas incorporaciones.
Menos
de tres años después de su última aparición en las finales Lakers
y Celtics transitan por la tierra de nadie de la liga con más pena
que gloria. Los primeros arrastran el peso de estrellas
sobrevaloradas económicamente. A los segundos les pesa el paso de
los años, las caprichosas piernas que se resisten a concederle tan
siquiera un deseo a sus viejos dueños. De poco sirve ahora apelar a
los tiempos pasados. Un Van Gogh siempre será un Van Gogh, pero en
el deporte, en su espiral vertiginosa, el pasado será simplemente eso, pasado.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
1 comentarios:
Sí...las cosas han cambiado y quien tuvo éxito ayer fracasará mañana..pero la gratitud impone ciertas consideraciones, también. Eso, y que a veces la avaricia rompe el saco.
Un abrazo :)
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