No sé
si conseguiré explicarme. En realidad convivo con esta duda cada vez
que empiezo a salpicar de negro el fondo blanco de mis pensamientos
simbolizado por la hoja de papel virtual del editor de texto. De
hecho, no sé si hago bien en escribir sobre estas fechas en unas
fechas en las que que las propias fechas explican por sí solas
nuestra manera de actuar y nos pilotan, sin rumbo fijo, a un paraíso
de fingida felicidad o de irreparable melancolía (allá cada cual)
del que es muy difícil escapar.
Pero
en fin, me arriesgaré. Me arriesgaré, digo, a contaros la desazón
y el desencanto que me provoca la sucesión de tradiciones que,
ligeras de contenido, seguimos religiosamente mientras nos
proclamamos ateos, escépticos o hijos de un dios menor llámese
Messi o Justin Bieber. Llámese mejor, porque éste es su verdadero nombre,
dinero, eso que según Jules Renard, postromántico francés, nos
preocupa haciéndonos, por ello, diferentes a los animales.
Así,
y aun asumiendo la omnipresencia de lo material en nuestras vidas,
hoy quiero hacer una llamada a la esperanza, un canto sordo repleto
de versos que no riman y estrofas que se pierden como gotas en el
océano. Y es que no escribo para que me lean o me escuchen. Menos
aún para que sigan las cuatro normas que intento poner en práctica
cada día y que olvido torpemente mientras desayuno. Hoy las escribo
para eso, para recordarlas. Y las hago extensibles como parte de la
terapia que sigo en la búsqueda de sentido de este carrusel el que
nos vemos inmersos sin, ni siquiera, tener que pagar entrada.
O
mejor, no sé qué os parecerá, hago lo que hago siempre y me dejo
de divagaciones estériles. Y es que siempre hay una cura para esta
clase de males, una receta milagrosa que dibuja en nuestros rostros
una sonrisa que bien pudiera ser definida como tonta, aunque en
realidad sea la más inteligente de todas. ¿Y qué hago siempre que
me peleo con el mundo, las creencias populares o los belenes de
cartón piedra? Pues pensar en baloncesto (por ejemplo en estas imágenes).
Sirve
igual, apunten los ingredientes, un partido de élite o una cancha de
parque mugrienta con redes dispuestas a contagiarte el tétanos. No
sean quisquillosos, tampoco, con el punto de vista. Jueguen, entrenen
o arbitren. Sean, por qué no, meros, qué digo meros, grandes
aficionados. Critiquen y abucheen. Simplifiquen si es necesario una
complejidad a veces artificial, a veces inherente al propio juego. No
sean clasistas. Baloncesto es todo. Lo que gusta y lo que no. Laso,
pero también Pascual. Individual, pero también zona. Masculino y
también femenino. Clasistas no, pero tampoco tontos, que luego te
acaban poniendo el baloncesto a la hora del pincho los domingos
coincidiendo con los partidos de las autonómicas y claro, luego
audiencias a la baja, patrocinadores que se dan el piro, equipos que
no pagan los avales y el reconocimiento generalizado de que el fútbol
es más divertido (una liga sentenciada en diciembre), más dinámico
(90 minutos de los que se juegan la mitad) o más sostenible (si los
clubes de fútbol le debieran dinero a los Corleone habría habido
más asesinatos en España que en el Chicago de los años 20).
Vaya,
parece que con el fútbol me pasa lo mismo que con la Navidad. No
creo en ellos, pero se cuelan entre mis letras como esas chicas de
una noche a la que mis principios renuncian perdiendo siempre la
batalla contra mis instintos. ¿O es que se dejan perder? Bueno,
hablaba de baloncesto y ahora paso a hacerlo de BALONCESTO, el que se
enseña, se aprende y se olvida para volver a aprender en las etapas
de formación, en los cientos (quizá miles, no tengo ganas de
comprobar el dato) de clubes que se esmeran cada día en formar a
jóvenes que comparten una misma pasión.
Por
suerte no es éste un asunto de productividad y no aparece en la
agenda del Consejo de Ministros, aunque siempre se cierna sobre él
la sombra de la guillotina, la del recorte por falta de importancia,
la del destierro al cajón del olvido. Y sí, modestos podemos llegar
a ser, pero el exceso de humildad no debe impedir que se reconozca la
función que miles de entrenadores realizan, realizamos, en los
patios de los colegios o, si tenemos más suerte, en los pabellones
de nuestras escuelas o localidades. Allí, con un balón por medio,
con dos aros y unas cuantas líneas, sin envoltorios de regalo ni
sonrisas postizas se entremezclan pasiones y sueños con valores
fundamentales que todos debemos aprender. Y es que el baloncesto,
bien enseñado, practicado con dureza e ilusión, es una auténtica
escuela de vida.
Hablo
ahora como entrenador para recordar que muy pocos jugadores de los
que tengamos el placer de dirigir llegarán a ser profesionales, a
hacer dinero con el baloncesto. Aun así tenemos la obligación de
enseñarles todo lo que sabemos y de seguir formándonos para que que
nuestro bagaje sea cada vez mayor. Eso, en el aspecto deportivo. Sin
embargo, habida cuenta de la escasa proporción a la que antes hacía
mención, creo que es más importante generar consumidores futuros de
deporte en general y de baloncesto en particular y contribuir, al
mismo tiempo, a su formación en aspectos tan básicos como el
respeto al compañero y los límites a la libertad.
Me
conformaría, y ya me despido, si estos chicos siguen pensando de
adultos que Navidad, tal y como se entiende en estos tiempos y dado
que no hay otra palabra, puede celebrarse cualquier día. Porque
Navidad, en cuanto que sinónimo de celebración o fiesta, es también
sinónimo de baloncesto. Y el baloncesto, en cualquiera de sus
diferentes formas y bajo sus múltiples máscaras, siempre estará
ahí para tendernos su mano amiga.
FELIZ
NAVIDAD. FELIZ BALONCESTO
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