Cuando creíamos que todo el mundo debía temer a
Chuck Norris resulta que éste tiene pesadillas con Anna Tarrés. La
preparadora del equipo nacional de natación sincronizada se está
haciendo famosa (más aún de lo que ya era por sus méritos
deportivos) gracias a unos más que presuntos, más bien discutibles,
malos tratos hacia unas nadadoras que, casualidades o no de la vida,
quedaron fuera de la órbita de la selección. Ahora, ante la
acusación de prácticas inhumanas, de trato degradante y de palabras
ofensivas dirigidas hacia sus pupilas, Anna Tarrés está siendo
sometida a un procedimiento sumario y sin garantías en el que se
está poniendo en cuestión toda la credibilidad de un trabajo de
quince años.
En un
deporte como la natación sincronizada hay poco de juego y mucho de
repetición. No existe la toma de decisión ni la estrategia. El
éxito se basa en la creatividad de una buena coreografía y en la
perfección a la hora de ejecutar diversos elementos técnicos. Por
ello, en este contexto, los métodos soviético o chino, versión
depurada del primero, se imponen. En la lucha denodada por controlar
hasta el más mínimo detalle la nadadora se convierte en una especie
de ratón de laboratorio al servicio de la técnica y la pureza de
los movimientos. Pero éste no es el problema. El problema es que
estas nadadoras no estaban preparadas para asumir el rigor de una
disciplina que choca con las tendencias actuales de mínimo esfuerzo,
el “ay, me duele” o el “qué fuerte me parece”.
Ojo,
si hubo palabras malsonantes o hirientes yo seré el primero en
reivindicar un justo castigo. Lo que aquí expongo es el progresivo
ablandamiento del ser humano, el empobrecimiento comprobable de una
especie, la del homo sapiens sapiens, llamada a desparecer por una
triste gripe o por un pequeño corte en el dedo meñique del pie.
Ello, que se debe entre otras cosas a logros evidentes como sistemas
universales de cobertura social, encuentra también su explicación
en una educación cada vez más permisiva en la que el niño (la
niña) se convierte en la última ratio, en un regalo caído del
cielo que pasa a mediatizar por completo la vida de sus padres,
abuelos,... Olvidan, sin duda, lo que dijo en su día la genial
educadora María Montessori: “Ésta es nuestra obligación hacia el
niño: darles un rayo de luz y seguir nuestro camino”. Como siempre
la Grecia clásica nos da la solución. “Dos excesos deberían
evitarse en la educación de la juventud: demasiada severidad y
demasiada dulzura” decía Platón para situarnos de nuevo en la
senda correcta. La del palo y la zanahoria, la de involucrar sin caer
en la condescendencia.
En el
baloncesto, por supuesto, también encontramos casos de entrenadores
que han sido muy duros con sus discípulos. Numerosos iconos de los
banquillos se caracterizaron por imponer una férrea disciplina
lindando en numerosas ocasiones con aspectos de carácter religioso.
Es el caso de John Wooden o de Bobby Knight. Eran ásperos en el
trato, recurrían con asiduidad a la elevación de la voz e incluso
amenazaban a los jugadores. Sin embargo, ambos se ganaron el respeto
de toda la profesión porque no siempre eran así. Contaban con un
cambio de ritmo, con una palabra amable en el momento preciso, con un
abrazo a tiempo y un guiño cómplice de ojos. Pocos de los que
pasaron por sus manos hablaron mal de ellos. Ninguno, desde luego,
firmó una carta desacreditando sus métodos. Eran otros tiempos,
quizá, pero hay ejemplos más cercanos.
Los
entrenadores balcánicos, sin necesidad de ir más lejos, representan
un modelo de preparador bastante duro y desagradable. Es más,
existen jugadores que no se pondrían jamás a las órdenes de Dusko
Ivanovic, Nenad Spahija o Bozidar Maljkovic. Son herederos, sin duda,
de otra forma de hacer las cosas, sucesores de un modelo similar al
que se pone en práctica en deportes más monolíticos y
unidireccionales. Para el éxito de sus equipos es necesario que los
rehenes queden cautivados por la capacidad de seducción de su
secuestrador, es decir, que sufran una especie de síndrome de
Estocolmo que les mantenga un tanto aislados de la realidad. Deberán
aguantar collejas, insultos o comentarios sarcásticos sin poder
recurrir a hablar con el presidente del club o llamar a sus casas.
Y yo,
aun siendo más de Del Bosque que de Capello, más de Phil Jackson
que del primer Hubbie Brown, creo que es el momento para reflexionar
y hacer una llamada a la cordura. No todo el mundo está preparado
para ser un deportista de élite y no cualquier comentario ofensivo
debe ser el origen de una profunda depresión. Relativicemos el valor
de las palabras. El mejor antídoto contra la ofensa es la
autoestima, la fe en uno mismo. Ah, y la capacidad de esfuerzo.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS