Son
muchas las circunstancias que definen nuestra forma de ser, nuestro
futuro y nuestros sueños. Una de ellas es el lugar en el que
nacemos, la idiosincrasia que acompaña al habitante de unas tierras
por el mero hecho de ser de allí y no de otro rincón. Este hecho,
importante para cada uno de nosotros, alcanza una importancia nuclear
en un entorno, el del Mar Caribe, en el que la mezcla racial, los
eventos meteorológicos y la injusticia social terminan perfilando
una forma de ser y de vivir que no encuentra parangón en ninguna
otra región del planeta.
Disputas
políticas, terremotos, huracanes o epidemias suelen recordarnos la
existencia de este mar semicerrado que los españoles empezaron a
frecuentar con fines turísticos a raíz de aquella campaña
promocional de Halcón Viajes con Curro como protagonista. Pero si
Curro se fue al Caribe en los años 90, unos quinientos años antes
lo habían hecho los primeros expedicionarios europeos. Malos tratos,
desánimo vital y enfermedades importadas condujeron a una reducción
exponencial de la población amerindia y a la repentina necesidad de
cubrir las bajas con población esclava procedente del África
Occidental.
Por
ello, cuando hablamos de caribeños excepcionales, no lo hacemos de
indígenas de nuevo cuño y sí de negros dotados de facultades
sobrehumanas, hijos del producto mejor culminado de un proceso de
selección natural marcado por la supervivencia en las selvas
africanas y un viaje ultramarino no sólo contra el mar y la falta de
espacio, sino con la compañía inestimable de múltiples virus y
bacterias. Ello, sumado al desgobierno de una clase política en
muchos casos corrompida y a la anarquía que reina en las calles de
numerosos países ribereños, genera un caldo de cultivo idóneo para
la promoción de talentos que sólo necesitan, no es poco, de alguien
que les localice y les dé la oportunidad, de un mecenas que se
encargue de conducirles por la senda correcta.
Ojo,
en este nuevo intercambio, en esta nueva red de trasvase de talentos
con destino, casi siempre, a Estados Unidos, pocos son los elegidos y
muchos los cadáveres que adornan el camino a modo de advertencia. La
visa para el sueño a la que cantó Juan Luis Guerra puede ser
también un pasaporte a los bajos barrios de las grandes urbes, un
ticket de entrada a la cara oculta del modo de vida americano.
Podríamos dedicar horas hablando de juguetes rotos y de vidas
destruidas, pero hoy prefiero hacerlo de esos pocos que llegaron para
triunfar, de los que no se detuvieron ante la adversidad y siguieron
hacia adelante con el objetivo de ser alguien en el deporte y en la
vida honrando con su esfuerzo a sus raíces y a sus pueblos.
Puerto
Plata y Santo Domingo, aunque más conocida esta última, son dos
localidades costeras que vieron nacer a Al Horford y Francisco García
respectivamente. La carrera de estos dos dominicanos es el claro
exponente de que un camino que comienza y termina en un mismo lugar
no siempre atraviesa los mismos hitos. Si Horford es hijo de un
famoso jugador de baloncesto, Tito, y llegó a ser una estrella en el
baloncesto universitario, Francisco García, en cambio, es hijo del
Bronx, un latino más en medio de la Gran Manzana a quien después de
anotar 24 puntos ante Seton Hall le comunicaron la muerte de su
hermano asesinado. Bill Donovan y Rick Pitino tuvieron la suerte de
pulir el talento de dos jugadores de muy diferentes cualidades pues
si Horford es un portento en las proximidades del aro a Francisco
García sólo una palabra podría definirle: jugón.
Hablando
de jugones, de Fajardo, Puerto Rico, es Carlos Arroyo. El paradigma
de base botón es un verdadero quebradero de cabeza en sí mismo.
Ante la pregunta de “¿contigo o contra ti?” ningún entrenador
de la vieja escuela sabría qué responder. Ello, aun admitiendo que
fue uno de ellos, Jerry Sloan, quien más rendimiento sacó del juego
deslabazado de este profesional que maleta en mano ha prestado sus
servicios en cientos de equipos y decenas de ligas.
De
otro Estado Libre Asociado, las Islas Vírgenes, proceden dos
jugadores de muy diferente cariz. Uno honrado, el otro más. Uno buen
defensor, el otro mejor aún. Uno jugador de baloncesto, el otro
simplemente una leyenda. Hablo de Raja Bell y de Tim Duncan, de un
honesto trabajador y de un ídolo y referente, de uno de esos
paladines que se pusieron al frente del movimiento vanguardista en el
cambio de siglo mostrándonos una nueva forma de concebir la posición
de cuatro. Precisamente un huracán, el que destrozó la única piscina olímpica de su país, propició que el ala pívot de los Spurs se pasara al baloncesto. No sé cuánto perdió la natación. Sé lo mucho que ganó nuestro deporte.
Haitiano,
de Puerto Príncipe, es Samuel D´Alembert. Sus primeros catorce años
los pasó siendo atendido por su abuela y conviviendo con la miseria
que caracteriza a un país que bien podría llamarse Pobreza. A los
quince años se instaló con sus padres en Montreal y tuvo su primer
contacto con el baloncesto. Pese a este comienzo tardío sus
cualidades físicas y su deseo le llevaron a ser becado por Setton
Hall, desde donde tras pulir aspectos técnicos y de coordinación,
daría el salto a la NBA. Os invito a visitar la web de su fundación,
creada ex profeso para ayudar a su país tras el desgraciado
terremoto de enero de 2010.
Por
último, en este repaso a alguno de los caribeños que pusieron una
pica en Flandes al aterrizar en la NBA, me gustaría hablaros de Bolt
antes de que existiera Bolt, de un ser tan excepcional como rechazado
en sus orígenes por su actitud altiva y huraña marcada por la
necesidad de defenderse ante una sociedad, la estadounidense, que en
la época de Reagan padeció de una especie de amnesia repentina que
la llevó a olvidar todos los avances sociales de las décadas
anteriores. Así, ante los brotes de xenofobia y racismo, Patrick
Ewing decidió dejar claro desde el principio cuál y cómo era su
territorio. Lo hizo dominando el baloncesto universitario desde su
entrada en Georgetown en 1982, liderando al equipo olímpico de 1984
y siendo el Knick más reconocible de la historia de esta gran
franquicia a pesar de no poder ganar ningún anillo. Recordados serán
para siempre sus duelos con Olajuwon. Jamaica siempre podrá presumir
orgullosa de haber engendrado al eterno número 33 de los Knicks.
Así,
en medio de este invento fabricado por ricos y para ricos, por unos
pocos para unos pocos, sin necesidad de parche o navajas, unos
cuantos piratas procedentes del Caribe se atrevieron, y aún se
atreven, a desafiar al poder establecido. Lo hicieron avalados por la
sangre que discurre por sus venas, inspirados por el sol y las
tormentas, alimentados por la injusticia de una historia mal
resuelta, la de una región que asombra al mundo que la azotó y
vilipendió.
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