Toda
una vida. Sí, una vida compilada en once fascículos. Así recordaré
en el futuro estos once días en Valladolid frente a un vecindario
que, incluso a las cuatro de la mañana, permanece despierto y con
las luces encendidas escapándose a través de las cortinas.
Hace
dos semanas, cuando empezó el curso, mis aspiraciones se basaban en
la obtención de un título y en la recepción de nuevos
conocimientos o materias de reflexión. Lo consideraba sólo un paso
más en mi proceso de formación como entrenador, una consecuencia
lógica de la enorme pasión que profeso hacia éste nuestro deporte.
Teniendo en cuenta que las circunstancias de la vida te van colocando
en diferentes escenarios y no todos deseables, concebí esta
convocatoria de curso más que como una oportunidad como un “ahora
o nunca”.
Y fue
ahora. Y nunca me arrepentiré. No lo haré porque conocí la visión
del baloncesto de alguno de los entrenadores más laureados de
nuestro país y porque cada uno de ellos puso a prueba mis
capacidades de atención y autocrítica en determinados momentos para
aportarme, a través de anécdotas o detalles, aspectos puntuales que
pasarán a rellenar páginas importantes de mi librillo de
entrenador. Y, sobre todo, más allá del saber hacer adquirido, me
quedaré para siempre con la experiencia vivida y experimentada a
nivel humano con el resto de compañeros a los que, ya os lo
adelanto, les deseo la mejor suerte del mundo para lo que tenga que
venir.
Es
difícil ser corporativista en un momento de escasez y precariedad en
el empleo. Es difícil enarbolar la bandera de un gremio destinado a
perder estatus a nivel económico y social en medio de una crisis que
amenaza con derrumbar todo lo construido. Quien más quien menos
podría pensar que estos cursos de entrenadores son una especie de
juego de insidias y malas artes en el que unos y otros se apuntan con
una ametralladora mientras dejan asomar una daga del fajín. Nada más
lejos de la realidad.
Y es
que aunque el pastel es pequeño, hay suficiente para todos. Así,
aunque espero que ningún directivo tome al pie de la letra estas
líneas, el baloncesto es gratificante y generoso con quien le
entrega todo lo que tiene. En cada entrenamiento, en cada partido, en
cada conversación privada con un jugador, el formador ha de sentirse
reconocido y orgulloso. Como cualquier otro trabajador, porque lo es.
Como cualquier otro maestro al ver crecer a sus discípulos, porque
también lo es.
Puedo
decir bien alto que durante estas dos semanas no hubo ni cristales
rotos ni cuchillos largos. Sí, en cambio, debates que se prolongaron
hasta altas horas de la madrugada, coloquios sobre metodología y
pláticas más o menos acaloradas sobre nuestra manera de concebir el
juego (si es que es un juego). Puedo decir, ahora un poco más bajo
por la hora a la que os escribo, que las risas se apoderaron de la
atmósfera vallisoletana y que fuimos, durante estas últimas horas
de recreo, la envidia de toda la ciudad.
Sólo
me queda despedirme. De esta residencia que siempre recomendaré, de
estos compañeros a los que intentaré vencer y convencer cuando nos
enfrentemos sobre el parqué y de este curso al que, en líneas
generales, nunca olvidaré. Sin embargo, y a pesar de que durante
unos segundos haya podido invadirme un cierto sentimiento de
nostalgia, creo que no será necesario que nadie me recuerde aquello
de “si no tomas ese coche te arrepentirás; tal vez no hoy, tal vez
no mañana, pero pronto y para toda la vida”. Toca regresar a
Salamanca. Y no. Tampoco me arrepentiré.
UN
ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS
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