(Primera estrofa de Poderoso Caballero es Don Dinero de Don Francisco de Quevedo)
De Raúl y de dinero. No se hablaba de otra cosa al sur de los pirineos y al este de la raya portuguesa en este anticiclónico viernes del mes de marzo que agoniza. De Raúl por marcar dos goles. De dinero por la insana costumbre de hablar del que no está presente. El fútbol y la crisis monopolizan los diarios. Ellos se llevan todas las portadas y sobre ellos se escriben todas las columnas. Es lógico. Al fin y al cabo el fútbol consiste, en esencia, en dar patadas a una pelota mientras que la política, causa primera y última de la actual crisis, ya sea por acción o por omisión, no deja de ser una reunión de pelotas a los que, en ocasiones, les meterías una patada en el culo. Y aunque no de patadas, y sí de pelotas, versa mi último desvarío mental, hete aquí esta introducción que ya no pienso borrar (por muy políticamente incorrecta que sea).
En realidad el párrafo anterior no es baladí. No se trata de un circunloquio sin mayor fundamento, sino de una forma, como otra cualquiera, de encabezar el tema del que quiero hablar. Por si no lo habéis intuido ya, os diré que pretendo escribir de baloncesto femenino, de Ros Casares y de Rivas Ecópolis, de los dos finalistas de la Euroliga Femenina.
El grupo Ros Casares nace al derecho público en 1954 como una compañía dedicada al trabajo del acero. Tras numerosos avatares (compras, ventas, fusiones,...) Ros Casares es, hoy en día, un grupo empresarial que asume todas las funciones de elaboración, distribución y venta de sus productos, así como los servicios de atención al cliente y postventa. Su mercado es básicamente nacional, aunque también opera en Francia y Polonia. Su vinculación con el baloncesto empieza en 1999 cuando la familia Ros asume el control del antiguo C.B. Godella. Tras repetidos éxitos entre los que se cuentan siete copas de la reina y siete ligas, la Euroliga, máxima competición continental, se ha convertido en una verdadera obsesión. Con este objetivo la dirección técnica del club comandada por su manager, Carmen Lluveras, se propuso, durante el pasado verano, hacer un gran esfuerzo para conformar un equipo ganador. Una plantilla con nombres como los de Lauren Jackson, Maya Moore, Sancho Lyttle, Ann Wauters o Silvia Domínguez sólo puede aspirar a lo máximo. Más aún tras la decepción que supuso para el club perder en la final de la Copa de la Reina contra Perfumerías Avenida. Para Ros sólo existe un resultado posible y ése es la victoria. Por el momento Ekaterimburgo, Spartak y Wisla han podido comprobar lo afilados que están los dientes de las valencianas. El domingo es la gran cita.
Y no será contra Fenerbahce o Galatasary, anfitriones y favoritos. Será contra Rivas, ese equipo mezcla de guardería (Anna Cruz, Laura Nichols) y cementerio de elefantes (Elisa Aguilar, Amaya Valdemoro) que, en la periferia de Madrid, parecía estar condenado a jugar un papel secundario siempre a la sombra tanto de Perfumerías como de Ros Casares. Rivas y Ros son dos proyectos antitéticos. Al menos en su configuración e idiosincrasia. Así, si el equipo valenciano está respaldado por un fuerte aporte de capital privado, el principal soporte económico del equipo madrileño pasa por un patrocinio público que busca dar visibilidad a la apuesta del Ayuntamiento de Rivas Vaciamadrid (gobernado por Izquierda Unida) por un desarrollo sostenible.
Sin embargo, aunque necesario y poderoso, el dinero no lo es todo. A las 19,45 horas del próximo domingo se hablará sólo de baloncesto. Lejos quedarán las opciones políticas, los recortes e, incluso Raúl. En Estambul, la puerta oriental de Europa, Rivas y Ros se medirán frente a frente para hacerse con el galardón más preciado del baloncesto de clubes fuera de la WNBA. El ganador sucederá en el palmarés al Perfumerías Avenida. El baloncesto español, inexplicablemente fuera de los Juegos Olímpicos de Londres, está de enhorabuena. Nuestras chicas han superado infinidad de barreras. Unas relacionadas con la supremacía de otros deportes. Otras, relacionadas con el género, que no se superarán del todo por muchos éxitos que consigan en la cancha. No, si los medios de comunicación no se hacen eco de los mismos. No, si a la hora del partido, Teledeporte emite patinaje artístico.
Pero ésa es otra historia. Como la de Raúl o los recortes. La importante es la que están escribiendo tanto las jugadoras como los cuerpos técnicos de Ros y Rivas. La que viene marcada en sudor y sangre. El sudor y sangre de estas guerreras del parqué que, en el caso de Rivas, han roto todos los pronósticos. Aunque debería decir aquello de “que gane el mejor” no puedo ocultar, por aquello del modelo y la simpatía que profeso hacia la mayoría de sus jugadoras, que quiero que gane Rivas. Otra cenicienta escribiendo su cuento. Veremos si el zapato estaba hecho a la medida.
En la NBA no hay Karankas, es decir, segundos entrenadores que cubran las ruedas de prensa de sus jefes. Tampoco leyes del silencio ni cazas de brujas. Eso queda para ligas que dicen ser de las estrellas y para equipos que presumen de señorío (y mira que soy madridista). Es lo que ocurre cuando tratas con jóvenes que lo tienen todo y que sienten, por ello, que nada se les puede quitar; cuando haces de la opacidad la regla y de la transparencia, la excepción.
En la NBA la relación entre los jugadores y los periodistas es muy estrecha. Es lógico pues recorren juntos miles de millas surcando de este a oeste, y viceversa, los Estados Unidos. Las normas también ayudan cuando permiten que las entrevistas se realicen en el propio vestuario o cuando se exige a los entrenadores que intervengan después de cada sesión Todos los jugadores han de estar disponibles para hablar con la prensa antes y después de los partidos bajo pena de 25.000 euros de multa en caso de incumplimiento (Sé que Rajon Rondo los paga encantado). Todos los días se pone en mano de los profesionales de la información un parte médico actualizado sobre los jugadores inactivos. Resulta imposible especular sobre la duración de las lesiones pues su evolución es por todos conocida.
El único pero pasa por la parcialidad de los medios. La mayoría cubren las noticias de un equipo para un público muy local. Así, por ejemplo, el Globe cubre las noticias de los Celtics para que las lean los ciudadanos de Boston como el LA Times sigue a los Lakers para informar, exclusivamente, a los seguidores de la franquicia angelina. De ahí que el enfoque sea siempre sesgado pues incluso en los medios nacionales como ESPN o NBA.COM se echa mano de columnistas especializados en una franquicia concreta para que escriban su opinión sobre el devenir del equipo al que siguen. Eso sí, muchas veces son los más críticos. Hasta aquí nada diferente.
La hostilidad hacia la prensa tampoco es una exclusiva latina. En numerosas ocasiones jugadores y entrenadores también han reaccionado airadamente ante las preguntas de los periodistas. Curiosamente, esta mañana, informándome sobre lo ocurrido anoche en el TD Garden de Boston, me encontré con una entrevista a Kevin Garnett quien, ante una inocente pregunta por parte del reportero, respondió lo siguiente:
“Estoy motivado. Escucho que me llaman viejo, más viejo, que estoy acabado... Y es cierto, soy viejo en términos baloncestísticos, pero en la vida soy joven, tengo treinta y algunos. Pienso en vosotros, miro vuestras cabezas y veo pelos canosos, calvas, coronillas al viento,... Mejor no hacer comentarios. Estoy motivado. Me encanta usar esta palabra para definir mi actual estado”. Podéis ver la entrevista pinchando aquí.
A continuación calificaría las crónicas vertidas en la prensa como de basura. Pero Garnett no ha sido el único que, con mayor o menor ironía, se ha desahogado con la prensa. Así, por ejemplo, Edgar Jones, ex jugador de la NBA, defendió su derecho a no tener que hablar ante los medios de la siguiente forma: “No vuelvo a hablar. Eso es todo. No más palabras. Yo soy un tipo callado e introvertido. No hablaba en el cole, no hablo en la cama. No me gusta hablar”. No le quedó otra que seguir haciéndolo.
Preguntado Kevin McHale por las opciones de su equipo para la siguiente temporada la misma noche en que habían sido eliminados de los playoffs sólo pudo decir: “Si pudiera predecir el futuro no estaría hablando con tipos como vosotros. Estaría invirtiendo en bolsa”.
Pat Williams, antiguo General Manager de Orlando Magic, para evitar la respuesta a una pregunta incómoda, y en tono jocoso, respondió con otra pregunta al periodista: ”¿Sabes lo que tenemos cuando hay un periodista enterrado en la playa hasta el cuello? Escasez de arena”.
A una pregunta sobre el presunto juego sucio de Wade en la jugada en que Rondo se disloca el codo durante los pasados playoffs, Lebron James, sentado al lado de su compañero, no pudo ser más explícito: “Ésa es una pregunta de retrasados”. Varias webs se hicieron eco del empleo de la palabra “retarded”, pero, sinceramente, no me imagino al Pedrerol de turno llenando hora y media de programa a propósito de estas declaraciones.
Pero si hay un personaje en toda la liga que vive, también muere, por lo que pueda escribir la prensa sobre él, éste es Mark Cuban. Ególatra consumado y esclavo de su imagen, el propietario de los Mavericks es un hombre hecho a sí mismo. Las dificultades por las que atravesó en el pasado y su actual posición privilegiada le convierten en un ser orgulloso y confiado. El propietario de los Mavs posee una incontable fortuna producto de su visión empresarial y de su actitud ante la vida. Algunas de sus frases resumen varias de las máximas que le han llevado hasta la actual situación.
Indiferencia. “No me importa lo que digan. Ser rico es una buena cosa”.
Confianza. “Sé que a partir de ahora todos los periodistas tendrán más cuidado al entrevistarme”.
Franqueza. “La riqueza es como una clasificación que te coloca en el lugar que te mereces en función de cómo estás actuando contra el resto de la gente”.
Innovación. “Si veo a 10.000 personas haciendo lo mismo, ¿por qué voy a querer ser yo el 10.001?”
Odio. “Como todas las temporadas mi único deseo es que los Spurs pierdan los 82 partidos”.
Ironía. “El objetivo número 1 de un General Manager no es ganar un anillo, sino mantener todos los puestos de trabajo. Eso no va por Donnie ni por Avery” (entrenadores que fueron destituidos de los Mavericks).
Más ironía. “¿Cómo puede un entrenador con tantos anillos de campeón sentirse intimidado por mí?” (Se refería a Phil Jackson).
El fin justifica los medios. “Quiero meterme en su cabeza. Si Ron Artest juega pensando en lo que le estoy diciendo desde la grada, esto es una victoria para nosotros. Ello supone que no está concentrado y eso, repito, es una victoria para nosotros”.
La pasión con la que vive los partidos Mark Cuban es inigualable. Sus comentarios y sus gestos son parte del espectáculo. Tanto es así que George Karl, durante la serie de playoffs que les enfrentó la pasada primavera, denunció su actitud por generar un clima hostil y peligroso. Así es Mark Cuban, la persona a la que nadie quiere mencionar para evitar darle protagonismo, pero de la que todo el mundo termina hablando. Como Mourinho, pero a lo grande. Con más dinero y con más libras de peso. Con la misma obsesión enfermiza llamada victoria. A toda costa. Sin importar cómo. Estoy seguro de que a muchos les gustaría que esta escena fuese más real.
Claustrofóbica y asfixiante. Así nos presentó Tennessee Williams a su Nueva Orleans natal, a la ciudad que, situada en la costa del Golfo de México, vio nacer el jazz, un nuevo estilo que fusionaba sonidos europeos y afroamericanos. Lo hizo en su obra más conocida, la que le hizo merecedor de un Pulitzer en 1948, Un Tranvía llamado Deseo.
Nueva Orleans fue, durante muchos años, la capital de la Lousiana francesa, el puerto más importante del sur de los Estados Unidos y la capital cultural de la incipiente nación. Además, como no podía ser de otra manera, desde muy pronto pasó a estar ligada con el baloncesto. A estas alturas todos habréis caído en la cuenta. La única razón plausible para que un equipo afincado en Utah, el estado de los mormones, sea conocido como los Jazz, pasa por sus orígenes sureños. Así, en 1974 veían la luz los New Orleans Jazz liderados por el increíble Pete Maravich. Sin embargo, a pesar de contar con la presencia de Pistol Pete, la ciudad no pudo ser testigo de ninguna aparición en playoffs. En 1979 la franquicia se instaló en Salt Lake City y los aficionados tuvieron que esperar hasta 2002 para que el baloncesto profesional regresara a sus calles. Por desgracia, el devastador huracán Katrina hizo que durante los dos años siguientes los Hornets jugaran sus partidos como local en Oklahoma City, ciudad que luego acogería a los Seattle Supersonics rebautizados como OKC Thunder. Para mayor desgracia de ésta, y por ende de la ciudad, la ruina de sus propietarios ocasionó que los Hornets pasasen a ser propiedad de la liga, la cual sólo se está preocupando de generar las condiciones propicias para la llegada de un nuevo comprador dejando aquello como un solar.
Por suerte para Nueva Orleans y sus aficionados, el baloncesto no se acaba en la NBA. The Big Easy, apelativo con el que también es conocida la ciudad del jazz, el blues y el rhythm and blues (probablemente por lo fácil que era para los artistas salir adelante en aquella Nueva Orleans bohemia de los felices años 20), ha acogido varias Final Four del Torneo Final de la NCAA y en todas ellas han acontecido momentos que permanecerán para siempre en la memoria del buen aficionado.
¿O acaso no fue emocionante ver a Michael Jordan anotar aquel tiro que ponía por delante a los Tar Heels ante los Hoyas en la final de 1982? ¿Quién no recuerda, si no, el tiempo muerto que pidió Chris Webber cuando a su equipo, los Wolverines de Michigan, ya no le restaba esa posibilidad? Pues todo sucedió en Nueva Orleans. En la asfixiante y sudorosa de Tennessee Williams. En la inspiradora y sensual de Louis Armstrong. En las cenizas sobre las que hoy se levanta, más fuerte que nunca, la nueva Nueva Orleans año 6 después del Katrina.
Con estos precedentes sólo queda esperar que Kentucky, Ohio State, Louisville y Kansas nos regalen un espectáculo digno del escenario. No me la juego demasiado cuando afirmo que brillarán Anthony Davis, Thomas Robinson y Jared Sullinger bajo los tableros. Tratarán de controlar el tempo del encuentro Doron Lamb, Peyton Siva y Aaron Craft. Buscarán anotar, “sólo” anotar, Tyshawn Taylor, Kidd-Gilchrist (también buen reboteador), Deshaun Thomas o Chane Behanan. Intentarán sumar, y no restar, Calipari, Matta, Pitino y Self desde el banquillo. Todo está listo para que el próximo sábado el balón sea lanzado al aire en el Superdome de Nueva Orleans, al aire de una ciudad en la que todo es posible. All that basket. All that jazz.
Alzad vuestras cabezas hacia el sol que amanece en las tierras de Bahamas,
Dirigid hacia la gloria vuestros brillantes estandartes ondeando en lo alto,
Observad cómo el mundo ha intentado dirigir nuestro camino.
Persigamos la excelencia a través del amor y la unidad.
Empujando hacia delante, marchando juntos hacia el objetivo común,
hasta el quieto sol, aunque el tiempo esconda amplias y peligrosas tormentas de arena.
Alzad vuestras cabezas, pueblo de Bahamas,
hasta que el camino que habéis elegido os conduzca a vuestro Dios.
(Letra del Himno Nacional de Bahamas)
Al norte de Cuba y de la Española. Al sur de la Florida. Allá, en los confines del océano, se levanta el archipiélago de las Bahamas. El clima tropical y la ancestral presencia de esclavos africanos conforman una fusión ideal para el nacimiento de seres dotados de facultades sobrehumanas. Uno de ellos vería la luz un 30 de enero de 1955 y sería bautizado como Mychal George Thompson. Entonces era sólo uno más. 23 años después se habría convertido en el primer jugador extranjero en ser elegido en el número 1 del draft de la NBA.
Guapo e inteligente, valiente y con determinación. El hijo, el marido y el yerno soñado. O al menos eso parecía hasta que la NCAA le sancionara por algo, tan inocente como ilegal, como fue la reventa de dos tickets para toda la temporada. Así, a pesar de devolver el dinero con presteza Mychal Thompson fue sancionado con una inhabilitación de dos años de duración que su Universidad, Minnesota, decidió no cumplir, permaneciendo en un régimen de “libertad condicional”. Thompson dominó a todos los hombres interiores de su generación y en el campus aún se recuerda el partido que firmó ante Iowa anotando 56 puntos. Su número 43 luce en el techo del pabellón desde el descanso del último partido de su carrera universitaria. Para entonces los Blazers ya lo tenían decidido. Mychal sería su elección. Él sería la primera elección de un draft en el que también formaron parte jugadores de la clase de Micheal Ray Richardson, Ron Brewer, Reggie Theus o el mismísimo Larry Bird (que si fue número 6 es porque pretendía jugar un año más en su universidad, Indiana State, como finalmente sucedió).
Fue la de Thompson una carrera de más a menos. Al menos a nivel individual. La insumisión de un Bill Walton al que los Blazers no quisieron traspasar pese a sus demandas, provocó que el bahameño compartiera minutos en el frontcourt con el talentoso Maurice Lucas. En Portland nunca bajó de los 14,7 puntos y de los 7,4 rebotes de media alcanzando el cénit en la temporada 1981-1982 con un 21-12 de promedio que le situaba al nivel de los mejores (Mo Malone, Robert Parish, el propio Bill Walton o Artis Gilmore. Kareem son palabras mayores). Todo cambiaría en la temporada 86-87. Tras comenzar la campaña con los San Antonio Spurs, Thompson fue traspasado en la fecha límite con rumbo a Los Ángeles Lakers en una operación que marcaría, junto a la lesión en el pie de Kevin McHale, el destino de un campeonato que pintaba bastos y que terminó teñido de púrpura y oro.
Thompson fijaría su residencia en Los Ángeles y allí nacerían sus tres hijos. Todos varones, Michel, Klay y Trayce, ya han encontrado un hueco dentro del deporte profesional. El primero está entrenando duro en Cleveland para mostrarle a Byron Scott su valía. El tercero, tras un año en UCLA, forma parte de uno de los equipos con más historia de la Major League of Baseball, los Chicago White Sox. Y el segundo, amigos míos, es un diamante en bruto, un escolta de 1,98 que es todo fundamentos.
NBA.COM, a escasas horas de la celebración del pasado draft, definía a Klay como un jugador alto para su posición, gran tirador, buen manejador de balón y agresivo a la hora de atacar el aro. Como única debilidad mencionaba su condición física, aún mejorable. Lo cierto es que el mediano de los Thompson es un representante de la vieja escuela. Basta observar su tiro para intuir la cantidad de horas que ha invertido depurando su talento. Klay flota por la pista. Es como Navarro, pero más alto. Conoce el juego y el juego le conoce a él. El baloncesto ha visto a muchos jugadores de su clase y casi siempre cayó enamorado de sus habilidades. Esta noche ha anotado 31 puntos en la victoria de su equipo contra Sacramento en la que sido la mejor marca de su incipiente carrera. Habrá más noches como ésta. Y mejores.
Todo pudo cambiar un 4 de marzo de 2011 durante una lluviosa madrugada en el estado de Washington, en las proximidades del campus de la universidad estatal en la que Klay disputó 98 partidos promediando, en tres años, 18 puntos por encuentro. 1,95 gramos de marihuana pudieron haber marcado, para siempre, una prometedora carrera.
Mychal, el padre, toda una estrella mediática en LA por sus comentarios en ESPN Radio, conoció la noticia a las 7 de la mañana de ese mismo 4 de marzo. Su hijo mediano había sido arrestado por posesión de drogas. El mundo se le vino encima y sólo pudo decir: “Estoy muy decepcionado, he hablado mucho con mis hijos sobre este tema. Pensaba que estaban concienciados al respecto. ¿Qué hicimos mal mi mujer y yo? ¿Qué pudimos hacer mejor?”. Nunca entendió la actitud de su hijo. Él desconocía las implicaciones de su infracción cuando revendió los tickets para toda la temporada, pero su hijo ya estaba avisado. Un avergonzado y arrepentido Klay evitó hablar con su padre. Por suerte, lo reducido de la cantidad y el hecho de carecer de antecedentes evitó que fuera sancionado. Sin embargo, en el seno de una sociedad tan marcada por la moral como es la norteamericana es difícil cuantificar cuántos puestos perdió Klay en el draft por este hecho tan inocente como perseguido, tan infantil como irresponsable.
Aun reconociendo que tanto el consumo como la posesión de drogas son conductas execrables, lo cierto es que existe, en buena parte de Estados Unidos, una moralidad hipócrita y mojigata que etiqueta con demasiada facilidad. Lo dijo Mychal: “Esto no convierte a Klay en una mala persona”. Es más, estoy convencido de que aquella noche aprendió la lección para siempre.
Los Warriors disfrutan ya del talento de uno de los descendientes. Klay no será como uno de los Barry (Jon o Brent) siempre a la sombra de un padre, Rick, que es una leyenda de la liga. Tampoco como un Walton, Luke, que no heredó en absoluto el talento de su padre, Bill. Klay, a poco que las lesiones no lo impidan, será el referente de una familia, los Thompson, que, con raíces bahameñas, sigue rentabilizando la visa para un sueño que obtuviera, en 1978, el señor Mychal Thompson, un Laker de corazón. Un orgulloso padre de familia.
Son las 5.12 de la madrugada. España aún se encuentra en el hemisferio no iluminado por el sol y en la televisión sólo hallo mujeres gordas jugando al solitario con naipes de un tamaño descomunal (tarot creo que le llaman). En esta noche de doce horas no he podido conciliar el sueño más de cuatro. Al menos este insomnio primaveral no me ha cogido de improviso. Además, para mi fortuna, un cuarteto de jazz consigue mantenerme en un agradable estado de semiconsciencia. Al parecer la oferta de Antena 3 mejora mucho por la noche. Qué suerte para los búhos.
Más allá de los porqués de mis desórdenes de sueño y ya que he despertado en medio de la nada, me gustaría contaros una bella historia, la misma que cada día, antes de acostarse, y sólo durante las primaveras, le narraba Kirsten Holden a sus hijos sin necesidad de sujetar entre las manos las tapas de ningún libro. Dicen de ella que está triste, que es habitual verla deambulando por el jardín con una regadera entre las manos. Han pasado varios meses desde que su segundo vástago abandonara el hogar para alistarse en una academia militar y sólo ha transcurrido un par de años desde que su marido muriera en Afganistán. La casa se le hace grande y el tiempo le parece infinito. Por ello, para ayudarla a sobrellevar la tormenta, y para sentirme niño otra vez, le pedí a Kirsten que me relatase el cuento de todas las primaveras.
Lo vivió de cerca. Tan de cerca que, aún hoy, 27 años después, recuerda todos los detalles. Ella, como otros diez mil jóvenes, estudiaba en la Universidad Católica de Vilanova, en el estado de Pennsylvania, en un suburbio situado al noroeste de Philadelphia y, por tanto, a escasos kilómetros de una de las catedrales de los derechos civiles y las libertades, en las proximidades del germen de los Estados Unidos de América del Norte, faro, por suerte o desgracia, para todos los que navegamos sobre las turbulentas aguas de este planeta.
Era 1985. Ronald Reagan y Margaret Thatcher gobernaban el mundo con puño de acero instaurando muchos de los principios que están en las bases de la actual crisis (degeneración del Estado del Bienestar, firme creencia en los axiomas del FMI y del Banco Mundial, barra libre para las instituciones de crédito,...). Y así, mientras el mundo se volvía cada día más injusto negándosele a los desgraciados la oportunidad de vivir con dignidad, el baloncesto se erigió como el último reducto para los soñadores.
La Universidad de Vilanova compite cada año en la conferencia Big East junto a pesos pesados de la entidad y tradición de Connecticut, Syracuse o Georgetown. El baloncesto siempre fue el deporte estrella en el campus, pero hasta aquel maravilloso 1985 los Wildcats, como se conoce a los alumnos del college, no habían logrado triunfos de relevancia. Sin embargo, tras vencer a Pittsburgh en el primer partido del torneo final de la Big East los chicos de Vilanova se aseguraron una plaza en el “Gran Baile”.
Décimo cabeza de serie de su región, el equipo entrenado por Rollie Massimino y liderado por la tripleta de jugadores seniors (jugadores de cuarto año) que conformaban Eddie Pinckney, Gary Mclain y Dwayne McClain, no aparecía entre los cuarenta mejor colocados en las apuestas. Aquel torneo, el de 1985, fue el primero que contó con 64 equipos y, a su vez, fue el último que se disputó sin reloj de posesión.
El cuento empieza en Dayton, Ohio, sede de las reuniones que pusieron fin a la Guerra de Bosnia. Por entonces la NCAA no exigía que los partidos se disputaran en cancha neutral. Y allí, en el Medio Oeste, empezó a obrarse el milagro. Con empate a 49 los chicos de Dayton tenían la última posesión (quedaban sólo 70 segundos). Sin embargo, un mal pase fue cortado por Pressley. Massimino ordenó jugar a las cuatro esquinas para agotar el tiempo, pero una desordenada presión de los locales posibilitó que Jensen driblara hasta el aro sin oposición para anotar la canasta ganadora. Los wildcats iban de frente. No tenían los jugadores para ganar jugando rápido y bello. Los 55 tipos de defensa que practicaban son buena prueba de ello. Tampoco nadie se lo exigía.
La canasta de Jensen unió mucho al equipo. Todos sabían lo mal que lo había pasado el jugador durante la temporada debido a la enorme presión que se imponía a sí mismo. Tras vencer a Dayton hicieron lo propio con Michigan State, primer cabeza de serie y con la Universidad de Maryland en la que ya impresionaba el malogrado LenBias. Los wildcats estaban a 40 minutos de jugar la primera Final Four de su historia. Esperaba la todopoderosa Carolina del Norte. Con 22-17 abajo al descanso y tras observar la angustia que impregnaba el rostro de sus jugadores Coach Massimino tras tirar una silla en el centro del vestuario tomó la palabra: “No necesito esto”, gritó. “Lo único que me apetece ahora es un gran bol de espaguetis con salsa de almeja. Salid ahí fuera y jugar”. Los jugadores rieron y soltaron los nervios. La segunda parte fue, simplemente, espectacular. Con 56-44 arriba y a falta de un minuto de juego, DeanSmith, el mítico entrenador de North Carolina, ordenó a sus jugadores que dejaran de luchar permitiendo que los chicos de Vilanova celebraran su triunfo sobre el parqué. Al fin y al cabo, era su momento. Él ya tuvo muchos antes.
Las maletas ya estaban preparadas y miles de wildcats se pusieron rumbo a Lexington, Kentucky, la ciudad donde se celebra la famosa carrera de caballos, El Derby de Kentucky, y en cuyo alfoz crece la sedosa Kentucky Blue Grass. Allí, junto a Vilanova, se citaron Memphis State, St. John´s y la gran favorita, la Georgetown del imparable Patrick Ewing. Una universidad estatal y otras tres católicas. Todo un hito para los campus de esta confesión.
La fortuna quiso que el rival fuera Memphis State. St John hubiera supuesto un cruce mucho más complicado al haber tenido que soportar emparejamientos más desfavorables. La alternancia de defensas individuales y zonales desordenó el ataque de Memphis State. Andre Turner (sí, el mítico Andre Turner), base de los Tigers, se volvió literalmente loco al tratar de leer la defensa que le planteaban los Wildcats. Finalizado el partido, y en función de lo antes mencionado, los chicos de Massimino se sentaron en la grada para animar a los Hoyas de Georgetown, vigentes campeones y famosos en todo el país por aquello que se conoció como “The Hoya Paranoia” a la que pronto dedicaré un post. Con Pat Ewing en su año senior, los chicos de John Thompson, el entrenador, atemorizaban a los rivales. Abusaban de ellos llevando a cabo una presión asfixiante a todo el campo que limitaba la importancia del factor tiempo con el que muchos equipos contaban. Para muchos analistas, el equipo de Georgetown del primer lustro de los ochenta está a la altura de los imparables equipos de UCLA entrenados por John Wooden. Palabras mayores.
Ganaron los Hoyas. Los wildcats tenían la final soñada y, como todos los años, el primer lunes de abril (1 de abril de 1985) la nación se sentaba frente al televisor para asistir a uno de los eventos deportivos del año. Y aquel año lo hacía dividida. Por un lado, los chicos de Georgetown representaban a las clases populares y humildes. Ewing y sus compañeros habían superado numerosas acciones racistas y, por ello, se habían erigido en el espejo en el que se fijaban numerosos jóvenes de raza negra. De no haber sido Vilanova su rival, ellos hubieran gozado del favoritismo del gran público. Pero la cenicienta siempre es la cenicienta. Y ella siempre nos enternece.
Coach Massimino preparó a conciencia el partido. Apostó por presionar en zona para luego ajustar en individual. Pretendía que Georgetown jugara ataques contra zona frente a una defensa esencialmente individual. Además doblarían a Ewing con ayudas desde el alero en lado débil. Para el ataque no había plan especial. Balones a Pinckney, que por alguna extraña razón se crecía ante Ewing y confianza en el físico y la cabeza de McLain, el base que habría de disputar 40 minutos perfectos.
Tras la comida, algo que no había hecho nunca, el entrenador se dirigió a sus jugadores: “Id a vuestros cuartos, tumbaos en la cama e imaginaos levantando el trofeo. No juguéis para perder. Jugad para ganar”. Pocas horas después los chicos saltaban a la cancha. Toda vez que los entrenadores chocaron sus manos el partido estaba a punto ya para comenzar. “Entonces supe que íbamos a ganar. Me sudaban las manos”, afirma Massimino adornando aún más la leyenda.
Las primeras acciones desbordaron a los Hoyas. Su entrenador no se lo creía y hubo de pedir un tiempo muerto tras un mate de Dwayne McClain. Y Thompson se equivocó. Georgetown bajó las líneas y se situó en una defensa 1-3-1 poco presionante. En más de dos ocasiones los jugadores de Vilanova consumieron más de 45 segundos. Aun así, las rápidas manos de los Hoyas provocaron 17 pérdidas a los wildcats. El único pero a un partido que todos los diarios, desde el New York Times hasta el Washington Post, calificarían como perfecto. Aun así, al descanso el marcador señalaba un ajustado 29 a 28 a favor de Vilanova. Y de nuevo la mística, el halo que envuelve a este episodio de la historia del baloncesto. El propio Pat Riley quiso saber, un día que se encontró con Pinckney en un ascensor, qué fue lo que Massimino le dijo a sus chicos. Pero esto, por el momento, no lo sabemos. Mejor que quede así para siempre.
Lo cierto es que el inicio de la segunda mitad fue bueno y a falta de poco más de seis minutos ganaban 53 a 48. Sin embargo, tras un arranque de orgullo por parte de los de Georgetown la canasta decisiva sería anotada a falta de 2:43, cuando tras una posesión de 62 segundos Jensen, de nuevo Jensen, anotaba un tiro abierto que les ponía en franquicia. A partir de ahí un carrusel de tiros libres terminó por dibujar un ajustado marcador de 66-64 que provocaría el delirio entre las gradas y el inicio de una fiesta que no expiraría hasta el amanecer.
Ni siquiera el shock que provocaron las palabras de Gary Maclain, el base que resistió los 40 minutos de la final con sólo dos pérdidas de balón, al publicar en Sports Ilustrated un artículo en el que pone de manifiesto su adicción a la cocaína y el consumo descontrolado de esta sustancia que llevó a cabo durante la temporada del título, pudo empañar el mérito de aquella familia que, unida en torno a los valores de su Universidad y, sobre todo, de la figura de su entrenador, Rollie Massimino, consiguió hacer realidad un sueño. Un sueño que se convirtió en leyenda. Una leyenda que cada primavera, en las afueras de Philadelphia, las madres leen a sus hijos para explicarles que no hay reto tan lejano que no pueda ser tocado con los dedos.
Haced llegar esta historia a todos los que se sienten desvalidos y sin fuerzas. Contadles que ellos ya lo lograron que, contra todo pronóstico, frente a rivales más grandes y técnicos, lo consiguieron. Gracias a la inspiración y a la fe. Al valor y al trabajo. Y os puedo decir que, aunque se trate de un cuento de primavera, su mensaje no entiende de estaciones.
“El verdadero valor de un hombre se pone de manifiesto al educar a sus hijos. Y este valor está en función de lo que les da, pero también de los peligros de los que les mantiene alejados. Está en función de lo que les enseña, pero también de lo que les permite aprender por sí mismos”. (Lisa Rogers)
Hoy, 19 de marzo de 2012, 200 años después de que nuestra nación despertara de un letargo demasiado prolongado, y que luego se prorrogaría hasta 1978 (si es que aún no seguimos dormidos), se celebra la festividad de San José y, desde 1948, gracias a la iniciativa de una profesora zamorana, también el Día del Padre.
Salvo en supuestos más o menos excepcionales, la figura del padre está irremediablemente ligada a nuestras vidas. Ellos, además de poner la semilla, están llamados a protegernos, en el más amplio sentido de la palabra, hasta que podamos volar con plena libertad y seguridad. Nos educan con sus palabras, pero sobre todo con sus silencios, cuando hacen y cuando dejan de hacer, cuando nos premian o nos castigan. Sufren cuando sonríen. Lloran cuando no les vemos. Siempre están, aunque a veces no lo parezca.
Sin embargo, y aunque desconozco los entresijos de la investigación, me atrevo a apostar que los dos ladrones que, haciendo uso de una pistola del calibre 38, asesinaron por la espalda a James Raymond Jordan un 23 de julio de 1993, no gozaron de un referente paterno en condiciones, de alguien que les inculcara las nociones más básicas para discernir entre el bien y el mal, esos dos polos contrapuestos que algunos relativistas quieren aproximar para justificar cualquier tipo de actuación. Después de 19 años, aquel incidente sigue estando calificado como de “violencia aleatoria”. “Le podría haber pasado a cualquiera” afirmaron fuentes policiales. Así, el 3 de agosto, flotando sobre las superficiales aguas de un pequeño arroyo de Carolina del Sur, apareció el cuerpo inerte del padre del mejor deportista de todos los tiempos. Aquél fue el factor que desencadenó el abandono de las pistas de un Michael Jordan que se encontraba en el mejor momento de juego de su carrera. Pocos días antes, en el mes de junio, había levantado su tercer campeonato dando una genial exhibición delante de un aspirante, su buen amigo Charles Barkley, que jamás se recuperaría de aquel golpe. Los 55 puntos anotados en el cuarto partido de aquellas finales son hoy, todavía, la segunda mejor anotación en unas finales empatando con Rick Barry y quedándose seis puntos corto de los 61 que anotara Elgin Baylor en el año 1962. Ello como prueba de que Jordan podía haber seguido conquistando títulos y marcas individuales de no haber cambiado el basket por una incursión poco productiva en el mundo de la Major League of Baseball, el deporte favorito de su padre. Ello, como muestra, del desconcierto vital en el que se introdujo Michael al ser consciente de que su mayor referente vital no volvería a entrar por la puerta para decirle: “Hey, Michael, no entiendo cómo has podido fallar ese tiro”.
Raymond Jordan era un militar con una estricta noción de la disciplina. No tuvo reparos a la hora de empujar hasta el límite a sus hijos en diferentes especialidades atléticas. Desde un punto de vista humano, como sucede también con otros mentores de grandes deportistas, (estoy pensando en Toni Nadal o en la madre de Martina Hingis) el modelo de Raymond es despiadado y nocivo. No todos los chicos están preparados para soportar un número tan elevado de horas de entrenamiento y para comprender que su padre no es el hombre en el que se pueden apoyar en los malos momentos. Sin embargo, Michael Jordan le estará agradecido de por vida porque de él heredó el gen competitivo que le elevó a los altares de nuestro deporte.
Un deporte al que regresaría en marzo de 1995. Poco antes era habitual verle entrenando el tiro por su cuenta en el gimnasio de los Bulls. Phil Jackson, gran conocedor del carácter de Michael, estaba seguro de que pronto le verían de corto. Sin embargo, la poca atención que prestó al acondicionamiento físico y el déficit de acoplamiento con sus nuevos compañeros fueron las causas principales de una sonrojante derrota en playoffs frente a los emergentes Orlando Magic de Shaquille O´Neal y Penny Hardaway. Pero había un verano por delante para entrenar duramente y llegar preparado a octubre, fecha en la que comienzan a prepararse los equipos. Y en octubre de 1995 Michael Jordan sí estaba listo para volver a liderar a los Bulls hacia un nuevo campeonato. Tenía mucho que demostrar. Y una herida por cerrar.
Y el baloncesto se hizo poesía. Y el poema se tituló 72-10, balance de victorias-derrotas de aquel equipo considerado, por muchos, el mejor de todos los tiempos. Con Kukoc saliendo desde el banquillo, con Pippen cada vez más maduro y Rodman haciendo todo lo que no captan las cámaras, la versión 2.0 de los Chicago Bulls superó a la previa, ya gloriosa, del período 91-93 y que en 1992 ya había alcanzado el fantástico número de 67 victorias. Los Heat de Riley, los Knicks post Riley y los Orlando Magic sólo pudieron robarle un partido de doce a la imparable máquina de rojo y blanco que eran aquellos Bulls liderados por un Jordan cada vez más simbiotizado con el juego.
Los Sonics de Seattle no se lo pondrían tan fácil. Gary Payton, The Glove, se erigiría en el mejor defensor al que jamás se había enfrentado Jordan (en dura competencia, eso sí, con John Starks y Joe Dumars), quien, probablemente, desarrollara durante esta serie su peor juego en unas finales. Payton, una suma de pies rápidos, manos hiperactivas y lengua viperina, formaba junto a Kemp una asociación perfecta. Ellos dos, bien acompañados por hombres del talento de Sam Perkins o Detlef Schhrempf, apelaron al orgullo de toda una franquicia, y también de toda una ciudad, para recuperarse del 3-0 inicial y devolver la serie a Chicago para su resolución. Con 3-2 a favor, el destino quiso que el sexto partido tuviera lugar el tercer domingo de junio, Día del Padre en los Estados Unidos de América del Norte. En Chicago, frente a su afición, en una cancha, el United Center, que había heredado el calor del Chicago Stadium y en cuya fachada principal ya lucía, imperial, una estatua dedicada al mítico número 23.
Para la estadística quedará el pobre 5 de 19 en tiros de campo de Michael bien acompañado, eso sí, por 9 rebotes, 7 asistencias y un 11 de 12 en tiros libres. Para la historia, para el emocionado recuerdo de todos los que nos dirigimos a Jordan como el Dios disfrazado de jugador de baloncesto al que se refiriera Bird en su día, aquel porcentaje será una anécdota que en absoluto ensombrecerá el momento en el que, una vez finalizado el partido, Jordan se lanza sobre el balón para llorar desconsoladamente junto al amigo que nunca le traicionó, el mismo que cuando era niño, entre susurros, le pidió que le hiciera caso a su padre, que sería duro pero que estaba llamado a ser el más grande. Intentaron levantarle varias veces y fracasaron. Era el momento de ellos tres. Del balón, de Michael y de su padre.
Aquel Día del Padre en Chicago, mientras Michael Jordan cerraba su herida, el mundo comprendía que, a pesar de ser el mejor, también él era humano. No fue un anillo más. Fue el regalo que nunca le pudo entregar a James Raymond Jordan, su padre. Dios le tenga en la gloria junto al resto de padres que, siguiendo uno u otro manual, se dejaron cada día la piel por sus hijos.
Hace pocos días me decía un amigo que una de las pruebas más palpables de que uno se va haciendo mayor es ver cómo tus ídolos de infancia se van retirando. Así, al igual que toda una generación empezó a contarse las canas a medida que se despedían del parqué los Sibilio, Solozábal o Corbalán, otras hicieron lo mismo al tiempo que Ewing, Olajuwon, Robinson, Jordan, Pippen o Malone se convertían en figuras de Youtube.
Hay más señales. Así, otro indicador inequívoco del paso de los años lo constituyen las caras de extrañeza que muestran los chavales cuando les hablas de jugadores a los que has admirado profundamente. Para ellos son nombres, batallitas de abuelo trasnochado. Para ellos el pasado es un tiempo que no hay que remover. Ellos piensan en el ahora y en el mañana. Creen que todo está por construir y no valoran el camino recorrido por los que estuvieron antes.
Y todo esto a cuenta de qué, os preguntaréis. Resulta que toda una camada de jugadores que llegaron a la NBA a finales de los 90 se encuentra apurando sus años de baloncesto. Entre ellos los miembros más destacados y longevos de aquella promoción que el genial Andrés Montes bautizaría como Generación Plus por llegar a la liga en el mismo momento en que la plataforma digital adquiriera los derechos. Resultaría más certero hablar en singular pues, aunque Jerry Stackhouse siga haciendo sus pinitos, el único superviviente con mayúsculas de aquella generación es Kevin Garnett, el primer representante de toda una larga lista de jugadores que, y hasta que se impuso una edad mínima obligatoria, llegaron a la liga directamente desde el instituto. El 5 de los Celtics finaliza contrato esta temporada y, pese a haber sufrido una grave lesión de rodilla, a sus 36 años aún se mueve en cifras próximas al 20-10.
Un año más tarde, elegidos en el draft de 1996, llegarían a la liga jugadores con enormes dosis de talento. Desde Georgetown, factoría habitual de grandes pívots, (Patrick Ewing o Alonzo Mourning entre otros) irrumpiría todo un icono, Allen Iverson. El escolta de los Sixers elevó a dogma aquello del “menos es más” y sacó el máximo rendimiento a su escaso 1,80 de estatura. Fue elegido MVP de la liga y llevó a un pobre equipo de Philadelphia (en una paupérrima Conferencia Este todo hay que decirlo) a las finales de 2001. Yo, aun reconociendo el escaso grado de simpatía que siento por su juego (individualista y poco inteligente), interpreto que Iverson fue uno de los grandes estandartes del período post Jordan y uno de los que más hizo porque la NBA se consolidase como un producto global. Para el bueno de Allen, me temo, ya no habrá último baile. La música se paró de golpe toda vez que el baloncesto dejó de ser, para él, la más importante de las cosas poco importantes.
Sí que habrá, en cambio, un último baile tanto para Ray Allen como para Kobe Bryant a los que, las malas lenguas, atribuyen una íntima relación de odio recíproco. El primero, Ray, llegó a la liga con el aval de un triunfo universitario con Connecticut. El segundo, el joven escolta de Philadelphia criado en Italia e hijo de jugador, no llegaría a pisar la Universidad. El primero, un tirador muy fino. El segundo, un ganador obsesionado con la figura de Michael Jordan. Con 37 y 33 años otros estarían dando sus últimos coletazos. Sin embargo, viendo cómo han cuidado su cuerpo a lo largo de los años, todo hace indicar que aún les queda mecha para rato. Kobe, desde luego, es un hombre embarcado en una misión. No descansará hasta ganar más anillos que Jordan y hasta superar todo tipo de récords. Desde luego, muchos de ellos tendrán que ver con la longevidad y es que no se atisba el final de una carrera que siempre quedará marcada por el hecho de que tres de sus cinco campeonatos llegaran a la sombra de Shaq.
A esta misma camada, aunque tuviera que esperar más tiempo para confirmarse entre los grandes, pertenece Steve Nash. Si bien demostró desde el principio una enorme visión de juego, su momento de madurez llegaría tras abandonar la asociación que formaban junto a Nowitzki en Dallas. Así, en Phoenix, asumiendo las labores de entrenador en la cancha, el señor Nash conquistó dos MVP de la temporada para llevar a su equipo a las puertas de las finales. Aún hoy, junto a un Grant Hill aún más añejo, el genial base aspira a colocar a su equipo entre los ocho mejores de la Conferencia Oeste.
Tras la lesión en el tendón de aquiles de Chauncey Billups y las continuas dolencias de espalda del imprevisible Tracy McGrady, se puede decir que del draft de 1997 sólo sigue dando guerra, y de qué forma, el señor Tim Duncan. Indiscutible número 1 de su promoción, dos años le bastarían al pívot de Wake Forest para, cual genio de Disney, cumplir el deseo de un David Robinson, que hasta entonces se había sentido muy solo en la pintura. El mejor ala pívot de la primera década del tercer milenio ocupa, merecidamente, un puesto entre los diez mejores jugadores de la historia y, a fecha de hoy, en su decimoquinta temporada, aún promedia 15 puntos y 9 rebotes. Que nadie descarte a un equipo entrenado con Popovich, con Ginobili en el 2, Duncan en la zona y Parker en la base. La de los Spurs, como la de la Coca Cola, es una fórmula secreta destinada al éxito.
Tanto Dirk Nowitzki como Paul Pierce se dejaron lo mejor para el final. Empezaron titubeantes en la liga. Anotaban con facilidad, dominaban a sus oponentes, pero no ganaban. Tanto el gigante alemán como el irreverente chico de California fueron relegados a posiciones medias de un draft, el de 1998 que colocó en el número 1 a Michael Olowakandi, más conocido por tirarse a la rubia de España en aquellos momentos, Paula Vázquez, que por sus habilidades sobre el parqué. Apuntaban maneras Jamison y Carter. No defraudaron. Los dos productos de Carolina del Norte han llevado a cabo interesantes carreras en la NBA. Sus alforjas están llenas de puntos. Casi tanto como de derrotas. Así, serían el 9 y el 10 del draft, Dirk y Paul, amantes ambos de los ritmos lentos, los que triunfarían en la gran escena. Lo han hecho pasada la treintena, siendo conscientes de que sólos no podían. Se rodearon de fieles compañeros, se embriagaron de la química de equipo. Y entonces saborearon el éxito. Nowitzki sigue siendo uno de los 5 mejores de la liga y Paul, el capitán e ídolo de un equipo al que odiaba cuando era un niño. A los dos les queda un nuevo intento.
Kevin Garnett, Ray Allen, Kobe Bryant, Steve Nash, Tim Duncan, Dirk Nowitzki, Paul Pierce. Enseñas de una generación de jugadores que han visto como muchos de sus coetáneos (Iverson, Marbury, McGrady, Antoine Walker) se perdían por sendas alejadas de las pistas. Ellos formarán parte para siempre de mi recuerdo. Serán mis particulares Magic, Bird o Jordan. Serán las estrellas que adoré de niño y añoraré de adulto. Por suerte para mí y también para quienes los descubren ahora, aún les queda un último baile. Todo gracias a su profesionalidad. Todo, por el amor que profesan hacia el deporte de la canasta.
Tengo que reconocer que fue este último baile el que me inspiró. No el de Donna Summer, que también. Me refiero al de un Larry Bird prácticamente inmóvil debido a sus problemas de espalda. Fue un 15 de marzo de 1992. Fueron 49 puntos, 14 rebotes, 12 asistencias. No lo pude ver, pero me lo contaron. Eso mismo haré el día de mañana. ¿Lo harás tú también?
15 de marzo. Fecha marcada en el calendario de todos los General Managers de la NBA. Finaliza el período de traspasos y muchos nombres están sobre la mesa. Los rumores se disparan y, aunque pocos se materializarán finalmente, el ambiente está muy caldeado.
Si hay un hombre con la maleta bien preparada y a punto de cerrar, ése es Pau Gasol. El 16 de los Lakers ha sido traspasado a los Hornets, a los Rockets, a los Celtics e, incluso, a los Magic casi tantas veces como partidos se han disputado durante la temporada. Aun así, y pese a los pocos balones que recibe, el de Sant Boi, haciendo gala de una profesionalidad intachable, se mueve en los números de siempre (un par de puntos menos de media por partido). Sigo soñando con que acabe en los Bulls, pero después de ver la exhibición que dieron los de Chicago al vencer a Miami sin Derrick Rose no apostaría por este traspaso. Los de Thibodeau son peores que los Heat nombre por nombre, pero su maquinaria, perfectamente engrasada, les permite luchar de tú a tú contra los chicos de Lebron y Wade. Por lo tanto, parece imposible que en las oficinas de Chicago se planteen un movimiento que pudiera acabar con la química que reina en el vestuario.
Caliente, también, está la silla de Carmelo Anthony. Su lenguaje corporal le delata. No está contento en los Knicks y éstos, si surge una buena oportunidad, no dudarían en buscarle un sitio en otro equipo. Carmelo ha ganado todo lo que podía ganar en su carrera, es decir, una final universitaria. Desde su llegada a la liga su juego apenas sí ha mejorado y su conocimiento del mismo sigue estancado. Anthony es un jugador para hacer números y caer eliminado a las primeras de cambio en playoffs. Un McGrady de la vida sin la capacidad que tenía éste para llenar pabellones. Siento no poder disimular lo poco que me gusta el juego del neoyorquino de ascendencia portorriqueña, pero es que no hay mejor lugar para disfrutar del baloncesto que el Madison y él no lo ha sabido apreciar.
Parece ser que Michael Beasley podría llegar a los Lakers en un triple traspaso que llevaría a Blake a Portland y a Jamal Crawford a Minnesota. Con el alero, ex de Kansas State, los Lakers ganan talento y egocentrismo a partes iguales. Beasley es de la misma escuela que Carmelo, un genio echado a perder. Con su primer paso, su mano izquierda y su capacidad para el reverso, lo normal es que fuera a la línea de tiros libres una media de diez veces por encuentro. Pero no, no le busquen por ahí. Háganlo en la línea de tres evitando cualquier posible contacto. Quizá la posibilidad real de ganar un anillo pueda transformar su juego, pero yo tengo mis dudas.
Toda vez que Howard parece haber aceptado la opción de ampliar un año más su contrato con los Magic, y habiéndose confirmado el traspaso que lleva a Bogut a Golden State (junto a Stephen Jackson a cambio de Monta Ellis, Epke Udoh y Kwame Brown), el último hombre grande en el mercado es el nacionalizado alemán, Chris Kaman. Numerosos equipos están apostando por él y podrían ser los Celtics quienes se hagan con sus servicios a cambio de alguna de sus jóvenes promesas (Jajuan Johnson, Avery Bradley o Etwaun Moore). Lo cierto es que Danny Ainge, General Manager de Boston, está obligado a mover el mercado después de que se conociera que Chris Wilcox ha de pasar por quirófano para una operación de corazón, la segunda en lo que va de año para unos Celtics gafados por una especie de maldición.
La experiencia nos dice que se sucederán los traspasos y que algunos pueden dejarnos con la boca abierta. Todo habrá acabado a las 8 de la tarde hora española. Será entonces cuando, a falta de unos pocos flecos, conoceremos las plantillas que se disputarán el anillo a partir de la última semana de abril.
Mientras tanto, y a falta de que los rumores se hagan realidad, la gran noticia de la liga pasa por la destitución de un Mike D´Antoni que no ha sabido encajar las piezas de un puzzle, el de los Knicks, que contaba, a priori, con todo lo necesario (salvo Carmelo) para optar al máximo galardón. Mike Woodson tomará las riendas hasta final de temporada y ya empiezan a sonar nombres para ocupar uno de los banquillos más codiciados de la NBA. Sin duda, el más atractivo, el de Phil Jackson. ¿O acaso no sería divertido ver al Maestro Zen dirigiendo al equipo con el que consiguió sus mayores éxitos como jugador?
Por cierto, el mismo día en que la locura de los despachos toca a su fin, empezará otro tipo de locura, el del torneo final de la NCAA. Ya conocemos, después de que se disputasen los cuatro enfrentamientos de primera ronda, el nombre de los 64 equipos. Obama dice que ganará North Carolina (ver imagen), los románticos sueñan con Mizzouri. Los apostantes de Las Vegas lo tienen claro: Kentucky, Syracuse o North Carolina. Yo me juego el honor por Austin Rivers, Seth Curry y Coach K. Por un valor seguro. Duke.
Juan José Nieto Lobato. Licenciado en Geografía, master de profesorado de secundaria y bachillerato, máster en Creación Literaria por la Universidad de Salamanca y Doctor en didáctica de la escritura creativa también en esta universidad. Autor de un libro de relatos, Hasta que la noche nos alcance y de Madrid, Nueva York, Logroño, de literatura igualmente breve. Entrenador superior de baloncesto (CES 2014), actualmente en la cantera de San Pablo Burgos y como segundo ayudante en el Longevida San Pablo Burgos de LEB Oro. Te invito a conocer más en mi página web personal: http://jjnieto.com