Lección gratuita de baloncesto la ofrecida ayer en la Caja Mágica en el encuentro disputado por el Real Madrid y el Emporio Armani Milán. Cuarenta minutos de juego que mostraron todas las caras de un deporte que mezcla lo físico con lo psicológico, la inteligencia con el deseo y las batallas a campo abierto con la guerra de guerrillas.
Lecciones de técnica individual. Apoyos perfectos tras salida de bloqueo indirecto de la mano de Carroll, penetraciones utilizando el cuerpo como escudo para luego dejar la bandeja en extensión con diestra o siniestra (Gallinari y Pocius), salidas, parada y tiro tras bloqueo directo en la figura de Nicholas, fintas y ganchos de Begic, cambios de dirección de Cook, tiros por elevación de Llull,...
Lecciones de lectura de juego. De rizar si me persiguen y de hundirme si saltan la defensa del bloqueo (Carroll), de penetrar si tengo un defensor más grande delante, de pararme y tirar si se hunde (Cook o Rodríguez), de sacar la ayuda y doblar el balón (Pocius),...
Muestras de deseo, de convicción, de amor al baloncesto. De Carroll asumiendo los balones que más queman, de Llul liderando en ambos lados de la cancha, de Nicholas exponiendo su físico en sus entradas a canasta,...
Lección de Rudy. En todas las facetas antes mencionadas. En ataque y en defensa, en deseo e inteligencia. Jugando con los rivales y también con el público. Demostrando que la Caja Mágica no es una nevera cuando los jugadores ponen en la cancha el calor que este deporte demanda. Y qué decir de ese tiempo muerto en el que actuó como entrenador proponiendo atacar la deficiente defensa del pick and roll de Gallinari. Y Laso le escuchó como el maestro que no se siente intimidado por sus alumnos dejándoles expresarse no sólo en la cancha, sino también en el banquillo. Laso escuchó y analizó las palabras de Rudy para luego marcar un movimiento concreto que tenía como objetivo mover el balón y que planteaba como opción ese pick and roll que demandaba Rudy, pero que concluyó con un tiro librado en la esquina de Sergio Llull que éste anotó y que el mallorquín celebró como propio. Ésta es la esencia de un equipo, de una relación entrenador-jugador sana y recomendable en la que todas las voces importan, pero sólo una tiene mando. Es el tipo de liderazgo que exige un grupo de hombres inteligentes y comprometidos, profesionales, pero sobre todo jugadores de baloncesto. Otros prefieren tratar a sus jugadores como niños, como discípulos adolescentes dando sus primeros pasos en la vida. Los Messina, Ivkovic o Maljkovic recurrirían a la colleja (a veces literal) ante una actitud discordante. Laso y otros como él (Plaza o Sito Alonso) prefieren gobernar el barco desde la convicción de que se saben respetados por su conocimiento del juego y no sólo por sus años o palmarés. Estilos de entrenador, todos respetables.
Y qué decir de los árbitros, de los tres reconocidos jueces que tenían como misión dirigir el partido. Ellos, especialmente a lo largo del tercer cuarto, se convirtieron en los protagonistas del partido castigando contactos legales, aplicando de forma rígida el reglamento, compensando aquí y allá, repartiendo técnicas y antideportivas en función de la dirección del viento. Con actuaciones como ésta el baloncesto se pervierte. No hay nada de puro en que un jugador a casi doscientas pulsaciones no pueda expresar un leve gesto de enfado (brazos arriba de Suárez) sin que sea señalizada una falta técnica. No hay nada de justo en que el arbitraje oscile de un lado a otro por la mala conciencia de quienes lo imparten.
Cuarenta minutos, condensados en diez (tercer cuarto) que nos enseñaron todos los registros de un deporte, el baloncesto, al que se gana no sólo gracias a la máxima olímpica del “citius, altius, fortius” (más rápido, más alto, más fuerte), sino sobre todo a través de la inteligencia y de la psicología, con mentes despiertas y frías.
Después de 16 meses utilizando este blog como plataforma para exponer públicamente la manera en que concibo el baloncesto, creo que es necesario acotar el propio concepto, lo que es y lo que significa este deporte. Al menos para mí.
Podríamos caer en el subjetivismo y afirmar que hay tantos baloncestos como personas lo siguen, que la forma de entenderlo es una cuestión personal que pertenece al mundo de las sensaciones y que depende mucho de las propias vivencias y percepciones. Sí, pero no.
Como sustantivo es definido por la RAE. Lo hace de la siguiente manera: “Juego entre dos equipos de cinco jugadores cada uno, que consiste en introducir el balón en la cesta o canasta del contrario, situada a una altura determinada”. Como toda buena definición es ambigua. De esta manera múltiples modalidades de juego tienen cabida en ella. Sin embargo, creo que introduce un factor delimitante en absoluto baladí. Expone la existencia de dos equipos, de la cual, yo al menos, deduzco la exclusión de todas aquellas pachangas en las que cinco tipos vestidos, o no, con el mismo color de camiseta actúan de forma independiente sin atisbarse el más mínimo espíritu colectivo.
Algunas definiciones encontradas en la red introducen criterios cuantitativos como los 3,05 metros a los que debe estar situado el aro de la canasta o burocráticos como la exigencia de estar federados. Yo, en cambio, opino que estos factores son menores, que el minibasket también puede ser considerado baloncesto, al igual que una buena pachanga entre no federados. Siempre, y en consonancia con mi anterior argumento, que se juegue colectivamente. Quizá levante ampollas con esta afirmación, pero formas de juego como el “streetball” o el “And1” no entrarían jamás dentro de mi concepto de baloncesto.
Defensa y ataque. El baloncesto se compone de dos vertientes complementarias que han llevado a afirmar a algunos expertos que, en realidad, se trata de dos deportes en uno. Lo cierto es que las exigencias de un buen ataque son parecidas a las de una buena defensa. Preparación física, actitud, deseo, altruismo o inteligencia son cualidades que ha de reunir todo gran atacante, pero también todo gran defensor. De ahí que muchos de los grandes de la historia fueran los mejores en ambos lados de la cancha. Por lo tanto no defender, bajo mi punto de vista, es jugar a otra cosa aunque algunos la sigan llamando baloncesto.
Para algunos puristas, defender en zona es no jugar al baloncesto. Sin embargo, aquí me desmarco de este presupuesto teórico, pues defender los espacios y no a los hombres (o las mujeres) es totalmente lícito. Una defensa en zona bien trabajada y orquestada es una delicia. Es más, esta variante táctica es cristalina a la hora de poner a prueba la solidaridad y el esfuerzo de todo un equipo pues si falla el trabajo de uno de los miembros todo se viene abajo. Otra cosa es su utilización en categorías de formación.
En el campo de los sentimientos ya no me meto. Para algunos es una profesión, para muchos un mero divertimiento. Yo lo concibo como una gran pasión, como uno de los protagonistas de mis sueños y pesadillas, de mis anhelos y también de mis frustraciones. El baloncesto es como un espejo de forma irregular en el que tanto las virtudes como los defectos maximizan su apariencia y en el que es difícil encontrarse con uno mismo. Baloncesto es convivir con el error, superarse, confiar en el compañero, saberse pequeño en solitario pero grande en el seno del colectivo. Supone aprender cada día, hacerse preguntas y ser humilde. Esto tanto si lo vives desde dentro de la cancha como desde el banquillo o desde la grada. Es universal y omnipresente por mucho que quieran silenciarlo. Así es el baloncesto, mi baloncesto. Cuéntanos cómo es el tuyo.
En Virginia Occidental los inviernos siempre son crudos. Apenas hacen concesiones y son el preludio perfecto de una lluviosa primavera. Allí, en la falda de los Apalaches, en una localidad volcada hacia la minería, nacería y crecería una de las más grandes figuras que nos ha dejado la historia del baloncesto, Jerry West.
Todavía hoy, cuando habla de su infancia, se aprecia un leve temblor en la parte central de su labio inferior. Quizá porque recuerda la prematura muerte de su hermano en una de esas guerras, la de Corea, que por entonces practicaban los Estados Unidos bajo la lógica de que era mejor y menos gravoso contener al enemigo comunista lejos de las propias fronteras. Por este fatal acontecimiento y, sobre todo, por los malos tratos a los se vio sometido por parte de su padre, el propio Jerry West ha terminado por reconocer en un libro de reciente publicación en Estados Unidos que padece, desde entonces, una profunda depresión con la que ha convivido toda la vida.
De ahí su carácter introvertido, su liderazgo silencioso y su pasión por el baloncesto. Jerry encontró en la combinación de pelota y aro la mejor vía de escape para soportar los golpes que le estaba asestando la vida. Se define autodidacta, pero no se lamenta por ello. Reconoce que el hecho de haberlo aprendido todo por su cuenta le permitió ser más imaginativo que la gran mayoría de los jugadores de su época. Si era verano se calzaba sus botas y se vestía con una camiseta de tirantes. Si era invierno, a ello le añadía unos guantes. Entrenó sin descanso. Pisar la cancha del barrio fue, para él, su mejor Prozac.
El trabajo pronto empezaría a dar sus frutos. En realidad siempre lo hace. Más aún, si cabe, si estás dotado de un talento especial como del que gozaba el eterno número 44 de los Mountaineers y de Los Ángeles Lakers. Tanto sus años de instituto, como su periplo por la universidad estuvieron plagados de reconocimientos a título individual. Anotaba, asistía, reboteaba (a pesar de no llegar al 1,90). Lo hacía con el gesto torcido, con ese temperamento forjado a base de golpes y de frío, de mañanas de sangre y tardes de lluvia. A base de noches pegado al dispositivo de radio escuchando los partidos de West Virginia, la Universidad en la que lo conseguiría prácticamente todo.
Y digo prácticamente de forma premeditada. A un punto se quedaría de lograr el campeonato en su año junior (tercer año universitario) tras caer 71-70 ante UCLA. Y como le pasaría más adelante, también fue nombrado mejor jugador de la Final Four sin haber conquistado el título tras conseguir 28 puntos y 11 rebotes. Batió todos los récords en West Virginia y aún hoy conserva la primacía histórica de la liga universitaria en anotación, rebotes, tiros libres,... Muchos comparan su carrera colegial (también compartían un fantástico tiro en suspensión) con la de Pete Maravich, pero las cifras demuestras que Jerry West puede ser declarado como el mejor jugador de college de todos los tiempos... Al menos si atendemos a los números.
La espina clavada que supuso no poder alzarse con un trofeo de la NCAA pareció quedar olvidada tras el oro que cosecharía como principal estrella del combinado estadounidense en los Juegos Olímpicos de Roma en 1960 compartiendo cartel y balones con Mr Triple Doble, Oscar Robertson.
Debutó en la NBA poco antes de que John Fitzgerald Kennedy se alojara en la Casa Blanca tras ser elegido como la segunda elección por parte de Los Ángeles Lakers, franquicia en la iniciaría una meteórica carrera de 15 temporadas en la que disputaría 13 veces el All Star.
Su técnica labrada en las largas y productivas sesiones en las canchas de Chelyan, le convirtió en un jugador casi indefendible. La plasticidad de sus bandejas en extensión, de sus ganchos y de sus tiros por elevación pronto atraerían las alabanzas de sus contemporáneos. Y si bien su principal tarea pasó siempre por anotar, sus cifras de asistencias y de rebotes nos permiten deducir, sin haberle visto jugar, que se trataba de un jugador con una inteligencia privilegiada, con un basketball IQ al nivel de unos pocos, muy pocos, elegidos.
Como ese Poulidor que se encontró con Anquetil, o ese Zülle a la sombra de Indurain, West arrastró una inmerecida fama de perdedor que no se ajusta en absoluto a la capacidad que tenía para anotar en las últimas posesiones (le llamaban Mr Clutch) y al afán con el que peleaba cada balón suelto o cada rebote. Si alguien jugó con pasión a este juego, ése fue Jerry West. Y éste, a pesar de haber cedido una final universitaria por un punto y de haber desaprovechado numerosas ocasiones de alcanzar el anillo de la NBA (perdió 8 finales, a pesar de promediar en la de 1965 46,3 puntos) no podrá ser declarado jamás como un derrotado. Su mala fortuna fue coincidir en el tiempo con unos Celtics demoledores, fue jugar con Chamberlain y no con Russell, contra Auerbach y no para él.
No sé si hubo momentos en los que Jerry pensó que se retiraría del juego sin ganar un campeonato de la NBA. Tal vez lo hiciera cuando los Lakers, con factor cancha a favor y con el confeti preparado, cedían en el séptimo partido de las finales de 1969 tras asistir atónitos a la afortunada canasta de un Don Nelson al que la suerte jamás volvería a acompañar de tal manera. Entonces, al igual que en la final universitaria, fue declarado MVP de las finales violándose la norma no escrita que dice que este galardón ha de corresponder a un miembro del equipo ganador.
Y los Celtics se hicieron mayores y entraron en crisis toda vez que Russell decidió abandonar por completo (pues venía haciendo la doble labor de entrenador-jugador) las canchas para centrarse en la lucha por los derechos civiles de las minorías. Pero surgieron los Knicks. Y Willis Reed llenó de moral a un Madison hambriento en un séptimo partido que nunca olvidarán los más viejos habitantes de la Gran Manzana. Jugó lesionado de gravedad y aun así cosechó unos números más que aceptables. Aun así, el cuento habría sido diferente si la canasta más famosa de Jerry West se hubiera producido diez años más tarde, toda vez que se implantara la línea de tres puntos. Así, ese memorable tiro desde el medio campo hubiera valido tres puntos y habría supuesto la victoria en el tercer encuentro de la serie, partido que a la postre se tornaría definitivo. En 1971 reinaron los Bucks de Kareem y aquel verano el principal camarada de Jerry, Elgin Baylor, decidió dejar el baloncesto en activo tras trece años de una intensa y exitosa carrera que no pudo tener el broche de oro del campeonato.
Así, en 1972, los Lakers afrontarían la temporada del ahora o nunca. Y ese sentido de la urgencia y ese deseo irrefrenable les llevó a firmar el mejor récord de la historia de la liga con 69 victorias por 13 derrotas que mantendrían hasta que los Bulls de la 95-96 lo dejaran en el ya mítico 72-10. A sus 33 años West cosechaba en nombre de toda esa generación de Lakers ensombrecida por los Celtics y los Knicks, el premio que este deporte le debía, el anillo de campeón. Lo que siempre fue.
Dos años más tarde se retiraría, pero su relación con el baloncesto no acabaría ahí y en su labor en los despachos terminaría por perfilar los dos períodos más exitosos de la franquicia angelina: el de Magic-Kareem-Worthy y compañía a lo largo de los ochenta y el de Kobe-Shaq a principios del nuevo siglo (aunque él dejara el cargo tras el primero de los tres anillos del threepeat a causa de una serie de dolencias cardíacas que vinieron a enmascarar el verdadero motivo que no era otro que sus desavenencias con Phil Jackson).
Su porte y elegancia formarán siempre parte de la historia de la mejor liga de baloncesto porque su figura botando la pelota con la mano izquierda es la que aparece dibujada en el logotipo de la NBA. Sin embargo, son sus valores, su forma de entender el juego y, sobre todo, la manera de amarlo, los aspectos por los que siempre recordaremos al número 44 de los Lakers, un esforzado del parqué que no paró de insistir hasta que pudo demostrarle al mundo que somos nosotros los que dibujamos nuestro propio destino.
Vergüenza ajena. Nostalgia de antiguos y mejores tiempos. Noche de récord en el Palau. Partido entre dos históricos que desde que arrancara la ACB allá en el año 1983, han recorrido trayectorias diferentes que si bien, en ocasiones, estuvieron cerca de cruzarse, hoy se mueven en dimensiones paralelas.
Motivos para quitar el sonido de la televisión y escuchar el “Why can´t we be friends?” de War e imaginar a Pepu entonándolo en su fuero interno. Pero Xavi Pascual y sus hombres son un equipo con una misión y no entienden de piedad o misericordia. No dudó Pete Mickeal a la hora de anotar el último tiro en suspensión que terminó de perfilar el 97-51 en el marcador.
Me saltaréis a la yugular y me diréis que no soy justo, pero no lo puedo evitar. El DKV, dirigido por el señor José Vicente Hernández durante la temporada pasada, cosechó un 111-55 en la pista del Unicaja de Málaga en un partido que recuerdo muy bien y en el que los verdinegros bajaron los brazos y se ampararon en la ausencia de alguno de sus jugadores. Pepu se ha embarcado en un carrusel de récords negativos. Sus equipos, en teoría adalides del trabajo de cantera y de la identificación con unos colores, carecen de orgullo y de actitud, se pasean por la cancha como infantiles recién salidos del cascarón que aún desconocen el verdadero valor de la defensa. Así, el verdadero récord negativo alcanzado en la tarde de hoy no pasa únicamente por el sonrojante resultado (46 puntos abajo), sino por la diferencia existente en la valoración (144-29). Me pregunto si los aficionados de Estudiantes habían puesto sus esperanzas en Antoine Wright, un jugador de rotación en uno de los peores equipos de la NBA. Y vuelvo a sentir nostalgia de aquellos americanos que de verdad daban un salto cualitativo a sus equipos ofreciendo algo que el producto nacional, por entonces más limitado en términos atléticos, no podía.
El curso está empezando, pero se avecinan tiempos difíciles para los del Ramiro. La vuelta de los hijos pródigos, Carlos Jiménez y Pepu Hernández, puede devenir en una indigestión a causa del cordero que se sirvió celebrando su regreso. Sólo si se ponen los medios y los jugadores empiezan a comprender la importancia de una férrea defensa el Estudiantes podrá respirar tranquilo. De lo contrario, y mal que nos pese a los que seguimos el baloncesto nacional desde hace tiempo, el Estudiantes será carne de LEB. Y no me gustaría ver llorar a la demencia por algo tan simple como hacer los deberes a tiempo.
*Estaba prevista para su publicación el pasado lunes, pero por problemas informáticos se ha visto pospuesta hasta la fecha de hoy.
Fin de semana sin liga de primera, con coches de madrugada, con tenis al amanecer y sin campeonato mundial de motociclismo. Escenario pintiparado para que el segundo deporte de nuestro país saliera triunfante del mismo viendo elevado su ego y recuperada su autoestima.
Sin embargo, con menos de doscientos mil telespectadores siguiendo el partido de la jornada que disputaban Estudiantes y Valencia Basket, cabe preguntarse qué no se está haciendo bien en el país de origen de los Gasol, Navarro y compañía, qué está fallando en la comercialización de un producto que, a la vista de lo sucedido, parece más bien una obra de culto cuando debería ser, más bien, un éxito en las taquillas.
Puede ser que el propio producto se encuentre viciado, que tenga taras de fábrica y que su venta sea tan complicada como la de protector solar en Seattle. Sin embargo, todo hace indicar que no se ha gestionado bien ni desde la liga, ni desde las propias emisoras que lo distribuyen. Porque una cosa es no poder poner en jaque al auténtico tirano de este país, ese deporte llamado fútbol, que cual monarca absoluto se hace cada vez más grande al amparo de bufones (medios de comunicación que convierten en noticia cualquier anécdota de los prohombres del siglo XXI) y a costa de toda una clase trabajadora y emprendedora (el resto de deportes) a la que no le queda más remedio que vivir en la sombra, y otra bien distinta perder la etiqueta de segundo deporte del país, de segunda opción para ese niño que quiere hacer deporte para pasárselo bien sin renunciar a soñar con ser algún día como ese tal Kobe o ese tal Lebron.
Hablando de figuras carismáticas, quizá sea eso lo que se eche de menos. Antes cualquier equipo ACB contaba con un jugador extranjero de referencia, que marcaba las diferencias y cuyo nombre era rápidamente asociado al de su club por parte del aficionado medio. Ahora, si bien la presencia de jugadores españoles de máximo nivel contrarresta esta carencia, no tenemos en la liga un Arlauckas, un Óscar Schmidt, un Audie Norris o un Darrel Armstrong. La política de rotaciones, de reparto de minutos y de mayor protagonismo de los hombres del banquillo está terminando con las actuaciones gloriosas, con los jugadores elevados a mito y con las portadas de la Revista Gigantes encumbrando una actuación individual. Y si bien este concepto colectivo es el más fiel al origen y la esencia del juego, también es cierto que la ausencia de ídolos es un factor importante para la progresiva pérdida de interés de nuestros jóvenes, los cuales comen cada día con Messi y Cristiano Ronaldo sin importarles quién robó el balón o quién, a través de un desmarque, les generó el espacio necesario para que pudieran marcar.
El otro día me sorprendió comprobar cómo el récord de anotación de Juan Carlos Navarro es de 36 puntos en un partido con prórroga. Seguramente no jugara más de treinta y cinco minutos por un tema de rotación y por la importancia concedida al aspecto defensivo por parte de su entrenador. Y esa máxima del "si no defiendes no juegas" es tan lógica y compartida como contraproducente a la hora de vender un producto entre el público poco entendido. Y como he apuntado en algún post, no se trata de reducir la riqueza táctica de este juego ni de simplificarlo en exceso, sino de recobrar alguno de los valores hoy olvidados. Así, mientras la NBA se ha alimentado de duelos históricos como los Bird contra Magic, Jordan contra Magic, o los más actuales Kobe contra Lebron o Wade, aquí el concepto más colectivo de juego está convirtiendo al baloncesto en una pieza de coleccionistas, en un menú de Adriá o en una cinta de Eisenstein.
Esperando vuestras réplicas y comentarios acerca de lo constatable, me gustaría pasar página para referirme a algunos proyectos de futuro. No penséis a lo grande. Se trata más bien de pequeños retos. Pequeños, pero muy apetecibles. Se trata de dos lecturas con las que me voy a acostar cada noche para que ilustren mis sueños. Y es que Auerbach y Jackson son para un entrenador en ciernes lo que para un joven compositor pueden significar Beethoven o Mozart o para un literato Cervantes o Shakespeare. Ellos, comandando año tras año a sus tropas hacia la victoria, demostraron que conocían el secreto. Y ellos, a través de sus hechos y también de sus obras, han querido compartirlo con nosotros. De ahí que "More than a game" de Phil Jackson y "Let me tell you a story" de Red Auerbach (publicada poco antes de morir) se hayan integrado ya como parte inseparable de mi mesilla de noche. Espero, en fechas no muy lejanas, dejar también constancia de su lectura a través de una pequeña reseña o cualquier otro formato de post que haga referencia a estos dos genios de los banquillos.
Concluyo con la enhorabuena. Enhorabuena al equipo de mi ciudad, al Perfumerías Avenida de Salamanca por la consecución en menos de cinco días tanto de la Supercopa de Europa como de la de nuestro país, a sus jugadoras, a su cuerpo técnico con Lucas Mondelo a la cabeza y a toda su junta directiva. Y, sobre todo, enhorabuena para toda su afición, entre la que me incluyo, por poder disfrutar cada pocos días de un espectáculo sin igual en el que el baloncesto se convierte en el eje motor de la vida de la ciudad, en el que la carretera que une el centro con Wurzburg (el pabellón) parece, por momentos, la arteria de entrada a una gran urbe. Se trata sólo de baloncesto. Ni más ni menos.
Por dos palabras muy sencillas: Michael Jordan. Pero no es un post dedicado a Jordan sino a los Bulls, unos Chicago Bulls que hasta la llegada del mito eran un equipo perdedor, más bien el peor equipo de liga. Un equipo que no gozaba del glamour de los Lakers o Celtics y que tendría que ir paso a paso hasta llegar a la cima de la montaña.
Siete largos y tortuosos años, en los que los Bulls fueron creciendo temporada tras temporada, para llegar a la cima. La principal virtud de ese equipo era el afán de superación y la sed de victoria que transmitía Michael Jordan al equipo. Esos Bulls a los que tanto se encumbraron y que a casi todos nos maravillaron, hay que recordar que se encontraron una gran piedra en su camino llamada Detroit Pistons, los cuales les hicieron morder el polvo en 3 ocasiones antes de pisar su primera final de la NBA.
De ahí otra virtud por la que soy de los Bulls, el amor propio, de un equipo que no se rindió nunca y que entrenó y se supero aún más si cabe para triunfar. Y todo gracias a los Bad Boys.
Esos enfrentamientos con los Bad Boys, hicieron que la plantilla de los Bulls, adquiriera otra virtud no mencionada por muchos, pero que casi podría ser una de las principales virtudes a la hora de practicar este juego... ¡Fortaleza Mental!
Una fortaleza mental, que los Bulls no tenían y que gracias a los Rodman, Laimbeer, Thomas, Aguirre... adquirirían, puesto que esos Pistons eran todo unos maestros en el arte del “otro baloncesto”.
Como decía, superada esa gran prueba de fuego y adquiridas esas virtudes que le faltaban a los Bulls, se plantaron en su primera final y nada más y nada menos que contra el que hasta el momento era considerado el mejor jugador junto con Bird, Magic Jonson. Pero ya era el momento de que todos los equipos entregaran el testigo a la dinastía de los Bulls, unos Bulls que conseguirían tres títulos consecutivos, hazaña que no había sido conseguida antes, ni por los Lakers de Magic ni por los Celtics de Bird y tampoco por los Pistons de Thomas.
¿Por qué soy de los Bulls? Simplemente ya ahí eran irrepetibles y únicos por el "three-peat", aunaban defensa, capacidad ofensiva sin precedentes, adquisición de las virtudes enunciadas, un entrenador, Phil Jackson, que se había convertido en el psicólogo que hacía funcionar todo el engranaje y porque tenían a la mejor pareja de la liga Jordan & Pippen.
Pero, insisto, ¿por qué soy de los Bulls? Porque, dos años más tarde, el mejor que ha existido y existirá sobre una cancha de basket, Michael Jordan, decidió dejar a un lado sus aventuras con el Béisbol, y se impuso un nuevo reto... Devolver a sus Bulls a la cima de nuevo.
Pero como antaño la tarea no iba a ser fácil, puesto que el equipo que él dejo y el que se encontró distaban mucho el uno del otro. Sólo quedaba en plantilla Scottie Pippen y los nuevos nunca habían, ni tan siquiera, saboreado el éxito.
En esta ocasión los Bulls mostraron que eran un equipo mortal y su máxima estrella más aún, pues fueron devueltos al planeta Tierra de la mano de unos emergentes Orlando Magic... que los eliminaron en las semifinales de conferencia por un 4-2.
Y es ahí, gracias de nuevo a otro equipo, Orlando Magic, como antaño fueron los Pistons, donde los Bulls encontraron su nuevo reto y se “picaron” para llegar de nuevo a la cima.
El mismo día en que fueron eliminados Michael Jordan juró en los vestuarios que estaría en forma para la próxima temporada y que sus Bulls recuperarían lo que era suyo por méritos propios... ¡El campeonato!
Cuándo empezó la siguiente temporada, los Bulls mostraron un sed de victorias sin precedentes, afán de superación en cada partido y cada entrenamiento por ser los mejores de nuevo, muchísimo orgullo para demostrar que las criticas vertidas eran equivocadas, una defensa que se apoyaba en el trío formado por Rodman-Pippen-Jordan, una aportación desde el banquillo en forma de mejor sexto hombre de la liga llamado Kukoc y simplemente porque practicaban un juego espectacular que les llevó a conseguir la mejor marca de la historia de la liga, ¡72 victorias y 10 derrotas!. ¿Que equipo puede presumir de ello?
El anillo conseguido en esa temporada fue el colofón a una temporada sensacional, en la cual un jugador con 32 años, Michael Jordan, demostró de nuevo a sus detractores, que estaban equivocados y que era capaz con esa edad y con casi dos años de retiro de llevar a su equipo a lo más alto de nuevo.
Pero los Bulls, no tuvieron bastante con su cuarto anillo (¿cuántos equipos no se hubieran conformado con ello?), sino que consiguieron otro "three-peat", para pasar a ser un equipo de leyenda... ¿cuántos equipos han sido capaces de conseguir dos three-peat?, porque como ha quedado demostrado no es tan fácil ni tan siquiera obtener un three-peat, más aún dos. Hay que estar hecho de una pasta muy especial para conseguirlo.
Nunca se sabrá con exactitud, pero quiero apostar que si Jordan no se hubiese tomado un Kit Kat durante año y medio, los títulos obtenidos hubieran sido ocho de forma consecutiva y entonces no hubiera habido discusión posible... ¡Los Bulls de los 90 habrían sido el mejor equipo de todos los tiempos!
Esos seis anillos, Michael Jordan, Scottie Pippen y las virtudes enunciadas en este post, son las que me hicieron ser los Bulls. ¿Por qué hablo en pasado? Pues sencilla la respuesta. A día de hoy no he visto a ningún equipo que reúna todas esa virtudes juntas y que practicara ese baloncesto tan espectacular. Amén de que nunca habrá o existirá un jugador sobre una cancha de baloncesto igual o parecido a Michael Jordan... ¡ojalá me equivoque y mis ojos puedan llegar a verlo!
Historia, tradición, valores, símbolos, leyendas. Barreras superadas y sueños hechos realidad. Ser un celtic es un sentimiento, algo con lo que se nace, pero que también se aprende, para luego acompañarte de por vida.
Cuando te presentas como un Celtic asumes que Boston es tu particular Vaticano y que no hay planta en el mundo más misteriosa que ese místico trébol de tres hojas. Empiezas a creer en duendes y a pensar que no hay madera más valiosa en este planeta que la del parqué del viejo Garden. Y no, no te convencerán jamás de que Magic fue mejor que Bird. Y si te preguntan por el mejor jugador de todos los tiempos responderás siempre Bill Russell aunque te torturen con continuas grabaciones de aquella canasta con cambio de mano y rectificado en el aire de un tal Michael Jordan.
Estoy convencido de que si la pelota de baloncesto pudiera experimentar sensaciones y contárnoslas nos reconocería que fue viajando de lugar a lugar de la cancha, pasando de mano en mano, de Parish a Ainge, de Ainge a Bird o de Russell a Havlicek, cuando tuvo sus mejores orgasmos.
Ser un celtic implica una forma particular de entender el baloncesto. A los Celtics llegaron jugadores con enormes egos (Larry Bird o Paul Pierce) y todos ellos acabaron claudicando ante una historia que, presentada en forma de camisetas retiradas en el techo del pabellón, impulsa a dejar la mochila de la vanidad en la puerta para presentarse en el parqué como uno más al servicio de un destino común. La victoria.
Y es que no ha habido en la historia del deporte norteamericano una dinastía semejante a la que los Celtics instauraron durante los años 60. Ni siquiera los períodos de sequía o el trágico final de los llamados a continuar con esta tradición victoriosa, Bias y Reggie Lewis, han conseguido difuminar este halo.
Tengo que hablar del celtic pride (orgullo céltico), de ese no se sabe qué que nos impide rendirnos, que no nos deja bajar la cabeza cuando los acontecimientos se tuercen, de esa fuerza interior que todos tenemos, pero que sólo algunos grandes demostraron cuando más contaba. Russell nos lo enseñó cuando combatía en inferioridad de condiciones ante el gigante Chamberlain, Havlicek, también, cuando prácticamente cojo intentó que los Celtics repitieran título en el 75 y Bird cada vez que asumió y consiguió un tiro ganador.
Pero si hay una figura que simboliza toda la esencia de esta franquicia ésa es la de Red Auerbach. Aunque ya muerto, su semblante puro en mano forma parte del imaginario colectivo de nuestro deporte. Hijo de inmigrantes rusos Red Auerbach tuvo una vida en blanco y verde. Fueron sesenta años de feliz matrimonio con una franquicia, la de los Boston Celtics para la que fue entrenador, general manager y asesor. Ahora es sólo uno más de esos fantasmas que se pasean durante las frías noches de Boston por el pabellón cerrado recordando viejas historias. Viejas, pero muy vivas. Porque otra cualidad que todo céltico debe poseer es la de tener una buena memoria, venerar a todos los nombres que nos hicieron grandes y sentir que hoy, al igual que ayer, puede ser de nuevo un día de gloria.
Os invito a seguir mi ejemplo y a comentar o enviarme al correo para su posterior publicación, los motivos por los que sois seguidores de un determinado equipo. Me cuesta pensar que pueda haber un sentimiento más hondo que el de pertenecer emocionalmente a los Boston Celtics, pero estoy esperando vuestras impresiones para, quizá, cambiar de opinión.
Las luces ya están apagadas y el silencio se ha apoderado del viejo pabellón. Ya no se escucha el eco de las zapatillas rozando contra el parqué. Tampoco esos aplausos obstinados de los padres que asisten orgullosos al partido de sus pequeños. Es el momento de reflexionar, de pasar por el filtro de la serenidad todo lo ocurrido durante los cuarenta minutos que duró el encuentro.
Hablo como entrenador. Como entrenador novato, como el eterno aprendiz que siempre seré. Como el siempre insatisfecho ser que siempre quiere más que puede y que deseando estar donde le necesitan casi siempre está donde molesta.
Acaba de finalizar mi primer partido como entrenador en categoría autonómica. Hemos perdido por un resultado abultado, del cual, como si se tratase del nombre de un lugar de la Mancha, no quiero acordarme (y que ya he olvidado). No porque me genere frustración, sino porque son sólo dos números uno delante del otro que simbolizan, eso es cierto, los diferentes niveles de ambos equipos en este momento. Ahora. Que no después. No, si seguimos por la línea del esfuerzo y de la dedicación, del pensar en el "nosotros" y no en el "yo". Sin olvidar que somos personas antes que jugadores, que somos humanos y no máquinas.
Es ésta una llamada al sentido común. A aquel que tanto se echa de menos cuando escuchamos cómo se enriquecen algunos desalmados en tiempos de crisis. Es un alegato por recuperar en las pistas de baloncesto la sonrisa en la cara de los niños. Hoy, me he dado cuenta de lo patológico de la ansiedad con la que compiten alguno de mis chavales. Ellos, que con sus doce o trece años deberían disfrutar de cada momento del presente sin tener que fijar sus miras en el retador horizonte. Sí, he visto en sus caras el temor al reproche, un sentimiento de pavor por si se producía el error. Me buscaban con la mirada y sé que algunos no buscaban en mí un gesto de ánimo, sino que esperaban agachados bajo el paraguas, un grito de enfado.
Reconocía Usain Bolt después del nulo que le privó de proclamarse campeón del mundo de los cien metros lisos que, por primera vez en su vida, le había podido la ansiedad. Bolt, quizá el menos humano de cuantos poblamos este planeta, el ser que siempre afronta con una sonrisa la competición, pagó con una salida nula la presión que sintió en ese momento. Eso sí, luego se rearmó, olvidó y siguió adelante para proclamarse campeón del mundo de los 200 metros con una de las mejores marcas de la historia de la distancia.
Se me partió el corazón cuando vi a varios de mis jugadores flagelándose por sus errores. Me sentí impotente por no encontrar en mi vocabulario o en mi repertorio, esa palabra o frase que les infundiera la confianza que estaban echando en falta. Ahora, a riesgo de parecerme a ese médico que prohíbe el tabaco mientras esconde con la puntera del pie el cenicero debajo de la mesa, quiero proclamar el mensaje que ilustra el título de esta entrada. En la vida, en el amor y en el juego, perdónate a ti mismo. Hazlo porque debajo de los latigazos sólo quedan marcas que tardarán años en cicatrizar. Convivamos con nuestros errores. Sabiéndonos imperfectos trabajemos por ser mejores cada día sin reproches y sin miradas atrás.
Y sobre todo, divirtámonos jugando al baloncesto, esa actividad que fue concebida para que los alumnos de Nueva Inglaterra pudieran hacer deporte durante los duros inviernos del nordeste de Estados Unidos. James Naismith, su inventor, no creó este juego para ver a chicos jóvenes sufrir y lamentarse por su actuación. Lo hizo para generar un sentimiento y una pasión por un balón y dos canastas que en ningún caso pasa por el llanto y la tristeza. Ya sabéis, perdonémonos a nosotros mismos y divirtámonos jugando al baloncesto, el juego más grande jamás inventado.
Juan José Nieto Lobato. Licenciado en Geografía, master de profesorado de secundaria y bachillerato, máster en Creación Literaria por la Universidad de Salamanca y Doctor en didáctica de la escritura creativa también en esta universidad. Autor de un libro de relatos, Hasta que la noche nos alcance y de Madrid, Nueva York, Logroño, de literatura igualmente breve. Entrenador superior de baloncesto (CES 2014), actualmente en la cantera de San Pablo Burgos y como segundo ayudante en el Longevida San Pablo Burgos de LEB Oro. Te invito a conocer más en mi página web personal: http://jjnieto.com